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Llegados a este punto, lo lógico es preguntarse cómo se llegó en el siglo XIX a la implantación de un funcionariado inamovible con tanta oposición. La explicación está, en primer lugar, en Francia y los países afrancesados (España, Italia, Bélgica) que imponen el principio constitucional de mérito y capacidad, que se traduce en que es tan lícito y democrático que se consiga el poder en una competición electoral, como un puesto de funcionario enfrentándose con igualdad a otros ciudadanos, buscando los mejores profesionales, que son la base de la administración moderna.

Este planteamiento realista de la situación hace que, sin renunciar a las convicciones políticas liberales, se impulse la creación de la burocracia pública en términos tan elogiosos como los empleados por J.S. Stuart Mill respecto al Civil Service: “la propuesta de seleccionar aspirantes mediante un sistema competitivo me parece que es una de las grandes mejoras públicas cuya adopción constituirá una era en la historia”. La idea de contar con un funcionariado profesional que garantice el buen funcionamiento de los servicios públicos, ya fue expuesta por Napoleón y Talleyrand, que preconizan una organización profesional jerarquizada, independiente de los poderes públicos, que garantice un reparto de poder democrático.

En resumen, se presentan tres modelos diferentes que perduran con algunos cambios notables, hasta la segunda mitad del siglo XX: el prusiano, rígido y exigente, que liga al funcionario con un pacto de lealtad y devoción; el francés, de corte militar, y el inglés que refleja las diferencias sociales y el peso de la aristocracia. Nos referiremos a ellos en los siguientes puntos.

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