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Invocando sus competencias en materia urbanística, diversas Comunidades Autónomas aprobaron varias leyes urbanísticas, durante la vigencia de la Ley 8/1990. Así Cataluña refundió las Leyes específicas que hasta entonces había ido aprobando el Parlamento catalán haciendo caso omiso de la Ley 8/1990. También marcó una gran distancia con la legislación del Estado la Ley valenciana de 1994, cuya Exposición de Motivos proclama sin ambages que el propósito de la ley excede de la mera adaptación a la ley estatal de las peculiaridades del territorio, pretendiendo formular una alternativa al sistema vigente.

La Ley valenciana modificaba claramente el sistema de lanzamiento. El plan General no programa suelo, disponiendo para ello de otros instrumentos urbanísticos: los programas de actuaciones integradas. El plan, desprovisto del estudio económico financiero, trata únicamente de evitar el crecimiento inconexo de unidades urbanísticas otorgando a este efecto poderes discrecionales a la administración competente normalmente a distancia de particulares. Otra novedad es la altura del principio de jerarquía entre los planes. A este efecto los planes generales ofrecen un marco flexible con escasas normas de obligado cumplimiento y otras que admiten su derogación singular mediante un plan parcial o un plan de reforma interior que puede modificar casi todos sus elementos. Otra innovación consiste en la desaparición del suelo urbanizable, de modo que al diferir la incorporación de plusvalías del propietario al momento que se apruebe el programa de actuaciones integradas se produce una disminución en la valoración del suelo. El propietario que no deseaba que integrasen la comunidad urbanizadora es expropiado por el valor inicial. Es asimismo notable el refuerzo de las competencias discrecionales de los ayuntamientos que pueden rechazar la tramitación de los programas.

Pero la "joya" de la Ley valenciana es haber desconocido el derecho de los propietarios a urbanizar, reduciendo los concursos en régimen de adjudicación preferente si se presenta con la mayoría de los propietarios de la unidad. El protagonismo pasa pues al agente urbanizador, figura que estudiaremos más adelante.

En ese panorama de quebranto de un sistema urbanístico común, el Tribunal Constitucional con su STC 61/1997 provocó una profunda “jibarización” o reducción a mínimos del Derecho urbanístico estatal. A partir de esta sentencia, la competencia legislativa del Estado queda reducida a regular la cabeza del Derecho urbanístico, es decir, el estatuto básico de la propiedad inmobiliaria y, como si no tuviera una relación estrecha con ella, remitir a la legislación de las Comunidades Autónomas la regulación del ordenamiento urbanístico en cuyas normas queda todo el sistema de planeamiento, los sistemas de ejecución, la disciplina urbanística y otros extremos. Esto supuso el fin del código urbanístico común que había encarnado la LS-1956.

La sentencia fue calificada con todo acierto por Fernández Rodríguez como antítesis de la prudentia iuris, que es consustancial a la función jurisdiccional. Según el profesor Parada, es algo más grave: es una muestra de ignorancia sobre los orígenes y desarrollo histórico del Derecho urbanístico y su esencia última, que no es otra cosa que la regulación de los aspectos más sustanciales de la propiedad inmobiliaria, el derecho o no de urbanizar, la potestad de expropiar y la valoración de las propiedades para la realización de las obras públicas, materias sobre las que el Estado tiene competencia exclusiva conforme al art. 149 CE. Que esas dos instituciones, propiedad y expropiación, hayan sido objeto de una regulación más compleja y pormenorizada que la de hace un siglo a través del llamado Derecho urbanístico, como hemos expuesto, no las extrae de su patria original, que es el contenido del Derecho de la propiedad y la institución expropiatoria. Pasar a la competencia autonómica la regulación de todas esas técnicas que definen el desarrollo y la acción de esas instituciones y que son esenciales en su vida es como entender que en el cuerpo humano los brazos y los pies tienen vida independiente de la cabeza y el corazón y que hay que darles prioridad para definir el ser humano. Si esto se admite, la competencia autonómica no debería ir mucho más lejos que la regulación de los instrumentos de planeamiento. En esta línea va el voto particular formulado a la sentencia por el Magistrado Jiménez de Parga.

En definitiva, la sentencia del Tribunal Constitucional, desactivando de propósito de gran título competencial del Estado en la regulación de la propiedad y garantía de igualdad de los españoles, y potenciando por el contrario hasta límites irracionales el de competencia urbanística de las Comunidades Autónomas, ha producido un simple y brutal desapoderamiento del Estado de las competencias del mismo sobre la regulación de la propiedad inmobiliaria y sobre la ordenación territorial, sustituyendo una regulación unitaria de la propiedad inmobiliaria por diecisiete variopintas normativas, algo insólito en los países europeos que tienen un código urbanístico común.

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