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En las regulaciones de la función pública tradicional, sobre todo en los cuerpos militares, era obligada la referencia a principios morales, de urbanidad y éticos, como el honor o el espíritu de servicio.

Sin embargo, en la actualidad, la crisis de los valores tradicionales, la tajante separación entre vida laboral y profesional y vida privada, el respeto a la intimidad, donde rige una libertad incondicionada, no permiten en modo alguno que lo comportamientos personales y sociales de los empleados públicos incidan en su vida profesional. Asimismo en el ejercicio de la actividad pública, y como consecuencia de un Estado de Derecho muy tecnificado, se ha establecido una mayor precisión de los comportamientos infraccionales, fuera de los cuales, toda conducta se reputa lícita.

Frente al silencio sobre la ética y la deontología profesional en el sector público, el mundo empresarial privado vive una apoteosis deontológica. Desde hace aproximadamente tres décadas, las empresas multinacionales descubrieron que también es negociable elaborar, aprobar y difundir ante al opinión pública numerosos códigos de conducta, que, lo mismo que la figura de los defensores de los clientes, se han convertido en práctica general, impulsada por el proceso de globalización de los años noventa.

Un código de conducta de empresa es, pues, un documento redactado por ésta de forma unilateral y voluntaria que lo lanza a la publicidad, al mercado, en el que se expone una serie de principios que se compromete a seguir, vinculando también en ocasiones, a las empresas proveedoras, subcontratistas y terceristas.

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