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Una cosa es que la Administración cuando se encuentra en un conflicto con otro sujeto, de Derecho público o privado, someta al juicio de un tercero la resolución de la controversia, y otra muy distinta es que ella misma arbitre sobre bienes o derechos de particulares en ejercicio de una potestad administrativa atribuida por Ley, desarrollando lo que hemos denominado la actividad arbitral de la Administración.

1.1. La desconfianza tradicional ante el arbitraje y la transacción sobre derechos del Estado

Dejar en manos de terceros, la posibilidad de resolver los conflictos en que la Administración es parte, tradicionalmente se contempló como una abdicación del poder del propio Estado, máxime cuando la Justicia administrativa misma surgió para evitar el sometimiento a los tribunales civiles de los pleitos y conflictos en que era parte la Administración. Ni siquiera si admitió en los comienzos del régimen constitucional el sometimiento de los conflictos de la Administración a los jueces civiles, y se creó un fuero administrativo, con menos razón podía admitirse que la Administración fuera juzgada por los simples particulares actuando de árbitros.

Otra razón para la desconfianza del arbitraje es su parentesco con el contrato de transacción, que consiste en resolver un conflicto vis a vis entre las partes. Un negocio jurídico complejo, inviable (porque se presta a la simulación del conflicto y, a seguidas, a resolverlo mediante transacciones fraudulentas), que el mismo CC pone bajo sospecha cuando lo celebran los administradores de bienes ajenos. Pero ¿qué es la Administración pública sino un conjunto de funcionarios que administran bienes y funciones ajenas?.

Prohibición, pues, de transigir, y de ahí la tradicional regla de que los Abogados del Estado no podían ni allanarse a las demandas ni dejar de recurrir, con razón o sin ella, las resoluciones judiciales que fueran desfavorables a la Administración. ¿Y que otra cosas es el arbitraje sino una transacción a cargo de un tercero? Prohibición por ello de someter los conflictos de la administración con terceros a la decisión de árbitros o amigables componedores.

Pero esos principios van relajándose y rebajándose las exigencias para transigir y allanarse en los pleitos del Estado.

1.2. El arbitraje como sucedáneo de los recursos administrativos y de la justicia administrativa

También evolucionan los principios y modos de resolución de los conflictos entre la Administración y los administrados en materias estrictamente administrativas. La LPAC dispone que “las leyes podrán sustituir el recurso de alzada, en supuestos o ámbitos sectoriales determinados, y cuando la especificidad de la materia así lo justifique, por otros procedimientos, de impugnación o de reclamación, incluidos los de conciliación, mediación o arbitraje, ante órganos colegiados o comisiones específicas no sometidos a instrucciones jerárquicas, con respeto a los principios, garantías y plazos que la presente Ley reconoce a los ciudadanos y a los interesados en todo procedimiento administrativo”.

Surgiendo la gran cuestión: ¿Es posible admitir con carácter general un arbitraje privado que sustituya a la JCA, de la misma forma que la justicia civil es sustituida por las decisiones y laudos de árbitros y amigables componedores a través del arbitraje de Derecho privado que regula la LA?.

Frente a una corriente doctrinal que postula esa solución para paliar los enormes retrasos que se producen en las decisiones de la JCA, se alzan las reglas tradicionales ya aludidas de desconfianza al arbitraje y a la transacción de cualesquiera conflictos sobre derechos y conflictos de la HP y, en particular, la reserva constitucional de la función de control judicial que la Constitución Española establece a favor de la JCA (art. 106 CE): “Los tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican” reserva constitucional que podría quedar enervada, o sustancialmente reducida, si se cae en una práctica generalizada de delegar en instancias no administrativas, a través de laudos de terceros, la resolución de las controversias que suscita la actividad administrativa.

Otro argumento contrario es que tales atajos para reducir la litigiosidad puedan afectar a terceros implicados en el acto o actividad administrativa en litigio potencial o real, burlando las garantías que les asisten dentro (y no fuera) del proceso contencioso-administrativo. Por ello, a pesar del fervor con que muchos defienden hoy que la Administración se comporte antes y durante el proceso como un particular y que someta al arbitraje sus conflictos, lo que en parte va siendo legalmente reconocido, siguen en pie las dificultades jurídicas y políticas para la litigiosidad que engendra al actividad administrativa pueda solventarse al margen de la solemnidad y garantía de los procesos.

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