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Una vez despierta, a través de la participación de los aprovechamientos urbanísticos atribuidos a los propietarios, la voracidad recaudatoria-urbanística de los municipios, iba a ser muy difícil que se resignasen a no exprimir, aún más, esta fuente de ingresos, alterando a radice si fuere preciso una de las pilastras fundamentales sobre las que fue construido el modelo de Derecho urbanístico que consagró la LS-1956: la planificación. En ésta, como expresión de la racionalidad máxima en la utilización espacial y temporal del suelo al servicio del interés general, ya no cree la citada ley valenciana, que desvirtúa el sentido inicial del plan general, ni el legislador de 1998, que culpa, como vimos, a la rigidez de la planificación, sobre todo a la programación temporal, del fracaso del modelo urbanístico. Al desfallecimiento del rigor de la planificación, se ha añadido un factor perturbador, el convenio urbanístico entre propietarios, promotores y municipios y un acelerador-intermediario de los procesos de urbanización, el agente urbanizador. Estas dos piezas no están en la Ley 6/1998, pero se abren paso en la legislación autonómica, en la jurisprudencia y en la cultura urbanística de todos los días.

La planificación entra en crisis porque la actividad urbanizadora no obedece ya a más fuerzas, sin perjuicio de la resistencia de los ecologistas y otros perdedores, que las que arroja la suma de dos intereses privados: de los propietarios privilegiados con la clasificación y calificación de los suelos y, desde la Reforma de 1975, el también interés privado, por ser exclusivamente recaudatorio, de los municipios que pueden ser beneficiarios, en más o en menos, de los suculentos beneficios que, en los últimos años, ha generado el mercado inmobiliario.

7.1. Los convenios urbanísticos

Era previsible que la moda negocial o contractual que está introduciéndose ad nauseam en el Derecho público, sustituyendo el tradicional modo operativo de la Administración de los procedimientos unilaterales hacia el convenio, y ya admitido en la legislación del procedimiento administrativo como forma normal de terminar los procedimientos, llegara también a la actividad urbanística. Cierto que lo hizo de una forma indirecta, reconociendo su validez sobre la ordenación urbanística y la consiguiente clasificación o calificación de los terrenos, siempre que el contenido del convenio se recoja en el plan o en una modificación del planeamiento. Así los planes, por mor de los convenios urbanísticos se convierten en todo o en parte en comparsas rituales para legitimar lo previamente acordado entre el municipio y promotores, una práctica incompatible con la filosofía inspiradora de la planificación urbanística, que sólo debe racionalizar la mejor utilización del territorio, y a cuyo servicio la Ley articuló asépticos y exquisitos procedimientos de aprobación y modificación.

Lo ha dicho, magistralmente, Bocanegra: la afirmación de que el urbanismo es una función pública reservada al Plan viene sencillamente desmentida por la realidad. El urbanismo es una función pública, ciertamente, pero los poderes públicos no son capaces de ejercitarla, con lo que la idea de Plan queda absolutamente desnaturalizada, como sabe bien cualquiera que tenga contacto con estos temas más allá de los libros, o cualquiera que sepa, simplemente, mirar una ciudad o la ordenación del espacio. Hoy por hoy, ni los poderes públicos alcanzan a conducir los procesos urbanos ni el Plan a cumplir la función que le corresponde. Los convenios urbanísticos son colaboradores directos e inmediatos en la producción del fenómeno que se apunta.

La regla ahora puede ser parecida a ésta: primero concertamos y convenimos y después planificamos, y, segundo, convenimos y planificamos allí cuando se obtenga la mayor rentabilidad para los propietarios de los terrenos y la recaudación municipal.

7.2. El agente urbanizador

El urbanismo de obra pública del siglo XX terminó gestándose sobre la figura de la concesión a empresas urbanizadoras. Una fórmula ágil que había sido suplantada por el lento y complejo sistema de las juntas de compensación, tras la LS-1956. Volver a este modelo y configurar el proceso urbanizador mediante la disociación de la propiedad y la actividad empresarial que aquél comporta, es la finalidad que se persigue con el agente urbanizador de la Ley valenciana de 1994, figura que pasa a otras leyes autonómicas. El agente urbanizador es un gestor que salta al ruedo urbanístico planteando un programa de urbanización al municipio. La idea es desvincular lo más posible la actividad promotora de la propiedad del suelo. Aprobado el programa de urbanización, el agente urbanizador, si los propietarios no asumen participar con la aportación de sus terrenos a su promoción y ejecución, expropia los terrenos comprendidos en el programa por su valor urbanístico o inicial, o bien puede pagarles en terrenos urbanizables ahorrándose los justiprecios.

La figura del agente urbanizador, promotor no propietario, que recoge las leyes autonómicas, responde a la misma filosofía que inspiró el Registro de Solares, pero aplicable no a la edificación, sino al proceso urbanizador y sin pasar por los trámites de registro alguno: cualquiera que lo desee puede convertirse en agente urbanizador mediante la presentación de un proyecto de urbanización. De esta forma se pretende agilizar el proceso de urbanización y estimular a los propietarios para llevar a efecto procesos de urbanización, dado que, ante el riesgo de que aparezca el agente urbanizador, se combate la tentación de retención indefinida de terrenos por parte de aquéllos.

7.3. De aquellos polvos estos lodos

La fe en la concertación entre los propietarios interesados y la Administración Pública y la nueva flexibilidad en el planeamiento han dinamizado el mercado del suelo, sacándolo del marasmo en que lo sumió la retención especulativa del grupo de propietarios a los que se reservó en oligopolio el derecho a urbanizar. Pero si a través de convenios y agentes urbanizadores se consiguió salir de la lentitud agobiante de los procesos de urbanización, conducidos por tranquilos propietarios especuladores al paso de tortuga de las juntas de compensación, el riesgo posterior provocado por las desmedidas apetencias de propietarios, promotores, intermediarios y municipios fue el de exceso de velocidad, en la puesta en marcha de demasiados proyectos de urbanización sobre un territorio limitado que saturaron el mercado, que desbordaron la capacidad de respuesta de los servicios y sistemas generales y, lo que es peor, que hirieron al territorio y al medio ambiente de forma irreparable; y todo ello al servicio de los intereses recaudatorios del municipio y de unos propietarios puestos de acuerdo a través de unos comisionistas, o en el incontrolable recinto organizativo de empresas de economía mixta. El resultado final de este proceso ha sido, al margen del daño ecológico originado por la descomunal cementación del territorio y la corrupción política, que en nuestro país se ha producido, a partir de 2007, la mayor burbuja inmobiliaria de todo Occidente: un número de viviendas cercano al millón, imposibles de digerir por el mercado. Burbuja inmobiliaria que, a su vez, ha provocado una grave crisis financiera por cuanto bancos y cajas de ahorro han financiado, con crédito exterior ilimitado y a precios de saldo, el anormal proceso constructivo de los últimos años.

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