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Los romanos llegaron a lugares en Hispania con diferente desarrollo económico: próspero en el sur y levante y pobre en el interior y norte, además de las diferencias existentes entre regiones.

A lo largo de la dominación romana la economía hispana se desarrolló mediante la aplicación de formas económicas capitalistas y dentro de ellas, de economía de libre competencia (especialmente durante la República y el Principado). Ello supuso que la Península quedara insertada dentro de la unidad económica mediterránea, con un papel de cierta importancia, y que a partir del siglo III, evoluciona hacia formas de intervencionismo estatal, que se manifestaron en una regulación de precios, en el aumento de los monopolios de explotación y en la centralización de las transacciones mercantiles.

La romanización fue ante todo un proceso de absorción económica en el que los romanos aprovecharon al máximo los recursos económicos, humanos y estratégicos de las provincias hispanas, que eran un conjunto territorial más amplio que cualquiera de los conquistados hasta entonces, al que se proponían someter, sin incorporarlo, para la creación de una gran zona económica dotada de un sistema de seguridad que permitiese la circulación de bienes.

Se distinguen tres etapas en la evolución de la economía:

  1. En la que la producción se desarrolla únicamente en función de la necesidad de abastecer el ejercito romano destacado en Hispania.
  2. De explotación propiamente dicha. A partir de la aniquilación de Numancia (133 a.C.) el aprovechamiento de recursos se intensificó a fin de compensar la menor producción de algunas provincias romanas de oriente sumidas en guerras.
  3. De depresión económica. A partir del siglo III, la Península cayó en la tónica de la depresión general del Imperio. Roma desplegó en la Península una táctica económica orientada para resolver los problemas inmediatos que planteaba una empresa de signo colonialista, dirigida exclusivamente a obtener de las provincias hispanas materias primas y alimentos para ser suministrados a precios módicos a los romanos, al tiempo que constituía un foco de demanda de las manufacturas producidas en la península itálica.

La estructura económica de la España romana dependió esencialmente de sus propias fuentes de riqueza, cuya exposición será aquí estructurada en los sectores de agricultura, ganadería, minería, industria y comercio.

1.1. Las fuentes de riqueza

A) El sector agropecuario

La economía agropecuaria y los productos derivados de la agricultura constituyeron los pilares fundamentales de la explotación económica de la España romana. La tríada mediterránea (cereales, vid y olivo) permitió a España ser abastecedora de cereales en grandes proporciones, y por ello calificada por los romanos como provincia frumentaria, desde la que se exporta trigo a Roma, principalmente desde la Bética y la Tarraconense.

Durante la etapa de dominación romana no hubo grandes cambios en cuanto a productos autónomos, pero si se incrementó la producción debido a los progresos de la técnica agrícola (introducción del arado romano, uso de los abonos o perfeccionamiento de los sistemas de riego).

El dominio del terreno provincial pertenecía al Estado romano, que en nombre del pueblo romano (verdadero propietario), bien lo desplaza a las ciudades conquistadas para que lo siguiera aprovechando (en los casos en que la anexión se hubiera producido de forma pacífica) bien, en los casos de deditio, pasaba a integrar el ager publicus en algunas de sus modalidades más frecuentes, ager compascus, ager colonicus, saltus o fundus.

En las provincias hispánicas la apropiación del suelo por parte del Estado romano se ajustó en la mayoría de los casos al segundo sistema (ager colonicus) que siempre exigía el pago de un canon denominado vectigal al fisco en forma de contribución territorial, en reconocimiento de dominio.

En el caso de los colonos llegados de Roma para asentarse en el suelo provincial pagaban un canon simbólico a cambio de un aprovechamiento del suelo que se asimilaba más a una propiedad del mismo, sin serlo. Aunque jurídicamente se trataba únicamente de una propiedad de hecho, estos poseedores disfrutaban de una cobertura legal tan amplia respecto a sus posesiones como si se tratara de una verdadera posesión.

Las antiguas comunidades indígenas, una vez desprovistas de suelo quedaron también en la possessio de las tierras que habían sido su propiedad, de manera de habían de pagar al fisco una contribución territorial, viéndose obligados a menudo a tomar sus tierras en arriendo a los otros colonos a los que hubiesen sido asignadas.

Durante la colonización, la roturación y el cultivo de la tierra habían sido realizados directamente por emigrantes, a quienes había correspondido la primera estructuración del sistema de fundi y villae en la zona mediterránea, donde lo predominante fue la pequeña o mediana explotación cultivada por su poseedor con su familia y esclavos. Tenían su centro en la villa, que fue la unidad de explotación más común en el siglo I.

El propietario de fundus (1000-1500 ha), a veces encomendada a un villicus (o procurador) su cuidado. Pero al hacerse más extensos los fundi, por la acumulación de tierras y la escasez de mano de obra, poco a poco se fue recurriendo cada vez más al sistema de ceder el cultivo de los predios mediante simple cesión rescindible en cualquier momento (precarium) o en régimen de aparcería, a arrendatarios libres, por medio de contratos diversos como la precaria o la colonia partiaria.

Los arrendatarios de estas tierras eran en su mayoría campesinos libres que transmitían hereditariamente su condición de precaristas o aparceros a sus hijos con la conformidad de los señores. Aunque su status jurídico era de hombres libres, su situación de hecho era en realidad muy modesta y de dependencia, que fue empeorando progresivamente.

Simultáneamente, hasta la época del Principado la compra y posterior arriendo de fincas rústicas había sido considerada una operación de renta módica pero segura, que permitía la obtención de beneficios independientemente del resultado de las cosechas, por ello pasa a ser uno de los sistemas habituales de inversión de capitales.

En cuanto a ganadería la explotación ganadera gozó de ventajas de seguridad política.

El abigeato (hurto de ganado) se redujo a proporciones desconocidas y los pastos comunales eran utilizados sin necesidad de escoltas militares, pero la comercialización de la ganadería ofrecía dificultades que el mundo antiguo no pudo superar, por la precariedad de los transportes.

La raza equina es ensalzada por las fuentes, también fue importante el ganado bovino ya que la mayor parte del transporte se realizaba mediante carros tirados por bueyes, pero también era importante la producción de carne, lana y huevos.

B) Industria, obras públicas y comercio

Durante la etapa de hegemonía romana hubo un gran desarrollo de la industria, fundamentalmente derivada de la transformación manufacturada de productos agropecuarios y orientada preferentemente a mercados extrapeninsulares.

La organización industrial contaba con la existencia de obreros artesanos libres (por cuenta ajena o propia) esclavos o libertos que trabajaban en las ciudades o en los latifundios. Todos avanzaron hacia el empobrecimiento en el Bajo Imperio, ya que cada vez les eran impuestas más obligaciones por parte del Estado y por las ciudades, en el sentido de obligarles a prestar sesiones de trabajo gratuitas, llegando a darse, igual que en la agricultura, la adscripción al oficio.

Los trabajadores de la industria romana se asociaban en colegios profesionales (collegia) a los que inicialmente se les dio libertad de colegiación, pero que desde el siglo III se transformaron en un instrumento del Estado para regular la vida de sus miembros, imponiéndoles la adscripción al oficio y la hereditabilidad de la profesión, así como el pago de los impuestos propios de sus miembros y los munera.

En la España romana se dieron variadas formas de comercio (fijo o ambulante), a partir de la comercialización internacional y también interna de los productos agrarios e industriales. El comercio se vio favorecido por el establecimiento de un sistema de comunicaciones terrestres, fluviales y marítimas en gran escala y por un sistema unitario, para todo el mundo romano, de pesos y medidas.

El pequeño comercio era gestionado por pequeños comerciantes llamados mercatores y se centraba en el mercado de las ciudades y en las ferias, periódicamente celebradas, existiendo también establecimientos permanentes. Los grandes comerciantes, llamados negotiatiores, solían actuar en las hispanias como agentes de grandes empresas mercantiles romanas, y al igual que en Roma, como los trabajadores industriales, también se agruparon en colegios profesionales, en los que se practicó durante la época de la República la libertad de colegiación pero que en el Bajo Imperio llegaron a convertirse en instrumentos de adscripción y heredetabilidad del oficio.

En un principio hubo libertad económica y monetaria que desplegó formas acabadas de capitalismo, pero fue evolucionando hacia un intervencionismo estatal cada vez mayor.

En el siglo IV hubo un renacimiento en Hispania de las actividades agrarias en detrimento de las que se realizaban preferentemente en los núcleos urbanos e industriales y comerciales.

El régimen económico de la Península varió notablemente durante los seis siglos de dominación romana. Hasta el siglo III la actividad económica aumentó y se fue monetizando (aplicando moneda) en todas las regiones para entrar plenamente en un régimen de economía mundial. Las ciudades constituyeron el centro de una actividad económica de libre competencia orientada al lucro. Hasta el siglo III las principales riquezas fueron la agricultura, la industria y la minería, que proporcionaron una fluida actividad comercial dentro y fuera de la Península. En el Bajo Imperio hubo decadencia general: las ciudades tendieron a independizarse de su entorno, y la economía se ruralizó, centrándose en la activada agraria y bajando el comercio. El Estado intentó solucionar la crisis con medidas coercitivas destinadas a fracasar.

1.2. La minería y su regulación jurídica: los bronces de Vipasca

Cuando llegaron los romanos ya había en la Península tradición minera, reactivada mediante nuevas técnicas que permitieron una explotación con vistas a la exportación, lo que posibilitó grandes rendimientos, mediante el desarrollo de formas capitalistas y esclavistas que, por otra parte, ocasionaron una destrucción de recursos naturales y humanos sin precedentes.

El subsuelo de Hispania tiene toda clase de metales preciosos y minerales en gran cantidad (oro, plata, hierro, cobre, mercurio, plomo, estaño). El interés por los minerales fue la base de muchas de las guerras (por ejemplo las cántabras). El trazado de las vías romanas en Asturias estuvo en función de las explotaciones mineras y la llamada calzada de la Plata responde a un trazado que probablemente aseguraba el control de las regiones productoras de estaño.

Los yacimientos de mineral y metales preciosos más importantes estaban en Cartagena, Sierra Morena, Riotinto, Asturias, León y Aljustrel (Portugal).

Al ser el Estado romano el verdadero propietario del suelo provincial, las minas se explotaban de acuerdo con este planteamiento (por razón de propiedad y no por monopolio) y por ello se le aplicó el derecho minero general para todo el Imperio.

Durante la República, la propiedad del subsuelo pertenecía generalmente al Estado como parte del ager publicus. A consecuencia de ello la explotación de los yacimientos solía ser arrendada por cinco años a empresas concesionarias (publicani) aunque también existían algunas minas explotadas por particulares en su calidad de poseedores del terreno en que se hallan enclavadas. Se trataba por tanto de un régimen de explotación no excesivamente vigilado por el Estado.

En la primera época del Imperio el Estado romano tomó un interés más directo del control de las zonas de intensa producción minera. Según ese interés las provincias hispanas fueron reagrupadas internacionalmente en el reinado de Augusto (13 a.C.) para facilitar el control administrativo. Así la provincia Citerior fue ampliada hacia el norte con la recién conquistada región asturiana, hacia el sur a costa de la Ulterior, y hacia el oeste a costa de Lusitania para poder englobar dentro de los límites de una sola unidad administrativa (dependiente del Emperador, no del Senado) las zonas de Sierra Morena y del Alantejo portugués, ricas en yacimientos.

Los grandes distritos mineros fueron en esta época explotados bajo un sistema de concesión de arrendamiento a particulares o empresas vigiladas por el Estado, como verdadero propietario. El régimen jurídico de estas explotaciones nos llegó a través de los bronces de Vipasca.

Los bronces de Vipasca son dos tablas halladas en las cercanías de Aljustrel (Portugal), La primera de ellas (Vipasca I) fue descubierta en 1876 y la segunda (Vipasca II) treinta años más tarde. El fragmento primero recoge nueve capítulos de un reglamento del procurador del distrito, relativo a la organización y derechos de los arrendatarios de los distintos servicios. El fragmento segundo (Vipasca II) contiene una lex metallis dicta general para todos los distritos mineros dependientes del Fisco imperial en las distintas provincias del Imperio. Según esta fuente de conocimiento, la explotación del yacimiento no era hecha directamente por el emperador, sino que concedía esa facultad al ocupante del terreno quien contraía la obligación de entregar al Fisco imperial la mitad del mineral que extrajera, antes de fundirlo. El emperador ponía al frente de cada distrito a un funcionario (procurator metallis) encargado de organizar la explotación en sus aspectos económicos y técnicos, con amplias competencias político-administrativas y jurisdiccionales.

En el Bajo Imperio los arrendamientos de minas fueron sometidos a plazos más cortos y los arrendamientos a estrecha vigilancia, quedando la explotación minera mayormente en manos del Estado.

El rendimiento de las minas hispanas fue enorme, al ser empleados sistemas de explotación variados que estuvieron siempre en función de la materia prima. Aunque, desde el punto de vista técnico, el empleo de varias técnicas supuso indudablemente grandes avances que repercutieron en la intensificación de la producción, desde el punto de vista social arrojaron altísimos costes, ya que como característica común las explotaciones se realizaron con una mano de obra autóctona esclavizada o procedente de condenas a trabajos forzados (frecuentemente hasta el siglo IV, cristianos) o legionarios, adscritos al trabajo minero, aunque también era posible la presencia de hombres libres que trabajaban mediante sistema de arrendamiento de servicios (locatio conductio operarum).

1.3. Explotaciones agrarias y origen del régimen señorial

La transición de la pequeña y mediana propiedad a la gran propiedad se inició en Italia en el siglo I y desde allí se extendió a las provincias. Consistió básicamente en el movimiento de absorción por el que la pequeña y mediana propiedad fueron englobadas en la propiedad (en Hispania se vio favorecido por la estructura latifundista de la propiedad prerromana) y que se tradujo en la creación de grandes latifundios de tipos diversos (imperiales, de la Iglesia, privados) a cuya formación contribuyeron varias causas, como la disminución de las guerras de conquista del Imperio, que llevó a la reducción de esclavos (el principal instrumento de la explotación) y provocó que muchos pequeños propietarios hubieran de vender sus tierras a propietarios más ricos al no poder explotarlas ni competir, pasando a ser arrendatarios y a cultivar como tales esas mismas tierras que antes habían sido de su plena propiedad.

La generalización del régimen de arrendamiento pactado a largo plazo llegó a generar verdaderos vínculos de clientela entre trabajadores y latifundistas, debido a que una parte, denominada terra dominicata, se explotaba directamente para el beneficiario directo e inmediato del propietario, mientras que otra parte, terra indominicata, se explotaba indirectamente mediante la cesión en formas diversas de arrendamiento, obligando a pagar una renta al propietario y además a realizar prestaciones personales consistentes fundamentalmente en la realización de trabajos de cultivo en la terra dominicata, bajo la vigilancia del villicus o procurator.

En el Bajo Imperio apareció la tendencia a desarrollar entre propietarios y arrendatarios, relaciones más amplias que las meramente económicas, que comenzaron caracterizándose por una amplitud temporal (perpetuidad) de los contratos agrarios que posteriormente derivaría en la adscripción de los arrendatarios a la tierra, o en el establecimiento de relaciones de encomendación y patrocinio. En algunos latifundios se crearon regímenes de gobierno interno que llegaron a ser casi autosuficientes. Pero a pesar de ello, no llegaron a independizarse.

Los dueños de los grandes latifundios, aunque jurídicamente su situación se redujera a una posesión del terreno, fueron acaparando la economía y la administración de estos latifundios y de las gentes que los habitaban, no sólo a efectos comerciales, sino también a efectos tributarios y de administración de justicia, invadiendo con ello el espacio reservado al Estado y estableciendo un sistema de autarquía casi completa. Esto será el sustrato del posterior régimen señorial, al ser un sistema de funcionamiento basado en que la acción del terrateniente (propietario o señor) rebasaba de hecho el ámbito jurídico-privado suplantando de algún modo al Estado al ejercer funciones de naturaleza jurídico-pública.

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