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Los romanos conocieron y practicaron el destino o la adscripción de determinados bienes o patrimonios para atender a finalidades duraderas o de utilidad pública. En general se trataba de liberalidades en forma de donaciones o fideicomisos y legados, que no tenían un destinatario determinado y que se encomendaban a un fiduciario para que cumpliese la voluntad del disponente. Sin embargo no se llegó a personalizar el patrimonio o a considerarlo independiente de los sujetos que lo donaban o administraban.

Otros precedentes son las fundaciones alimentarias imperiales, iniciadas por Nerva y Trajano. Consistían en capitales que se entregaban a las ciudades o créditos agrícolas concedidos a particulares, con la obligación de destinar los intereses al mantenimiento de niños pobres.

Más cercanas a las fundaciones modernas son las liberalidades para atender a fines benéficos, que se practica en el Bajo Imperio. Se trata de capitales y bienes que se destinan a casas y establecimientos de beneficencia, como asilos, hospitales u orfanatos. Estas fundaciones no tienen una personalidad propia, sino que se integraban en la personalidad jurídica de la Iglesia.

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