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Nació dentro del dinámico ámbito de la elaboración doctrinal de los juristas, una categoría o concepto que englobaba a todos los acontecimientos (simples sucesos o conductas humanas) que tenían alguna trascendencia jurídica de relieve: los hechos jurídicos. Pero la elaboración doctrinal incorporó también una delimitación de lo que eran y significaban en el Derecho los simples sucesos naturales (“hechos jurídicos”) y lo que eran y significaban las conductas humanas (“actos jurídicos”).

El hecho jurídico constituye, algo así como el elemento último de la vida jurídica, es decir, el elemento más simple en que se puede descomponer la materia que el Derecho regula. Es todo hecho, acontecimiento o conducta que tiene significación jurídica (o que produce efectos jurídicos), de tal modo que origina, transforma o pone fin a alguna relación o situación jurídica (en sentido amplio del concepto). En su sentido estricto o más propio, los “hechos” jurídicos, en cuanto contrapuestos a los “actos” jurídicos, son fenómenos o acontecimientos naturales cuya presencia en la trama de las relaciones jurídicas no se origina en una decisión voluntaria de los sujetos que intervienen en ella. En cuanto “hechos” son meros sucesos, simples aconteceres que “suceden” u “ocurren” y que sólo llegan a ser jurídicos en la medida en que están incorporados a algún esquema o estructura de normatividad jurídica, cuando no lo están, siguen siendo hechos estrictamente naturales.

Hay un rasgo que no puede faltar nunca en ningún hecho jurídico, so pena de que se convierta en “acto” jurídico: la ausencia de intervención de la decisión libre y voluntaria de un sujeto. Los simples actos del hombre (inconscientes, mecánicos, al margen de su voluntad,...) han de ser calificados como meros hechos jurídicos.

Por el contrario, los actos jurídicos propiamente dichos se definen porque su existencia surge de la decisión humana, y por ser actuaciones o conductas que los individuos realizan de tal modo que provocan la aparición de ciertos efectos sobre el flujo de las relaciones jurídicas. Se ha venido exigiendo a los actos jurídicos los mismos elementos fundamentales que la doctrina psicológica y ética han exigido para la existencia de un acto humano propiamente dicho.

Es carácter imprescindible que el sujeto actúe dentro de los límites mínimos de conciencia y libre decisión de la voluntad. Si falta alguno de estos dos elementos, no habrá acto jurídico, puesto que no habrá acto humano.

El comportamiento o actuación del sujeto haya sido o llegue a ser causa de la aparición de una determinada consecuencia jurídica (al hacer o no-hacer algo)

Y se exige también que la conducta o acto del sujeto tenga una plasmación externa perceptible. La simple intención que no llega a manifestarse externamente en ningún momento no será considerada como un acto jurídico.

Una de las clasificaciones más habituales es la que distingue entre actos válidos, nulos, anulables e inexistentes. Los primeros son los actos jurídicos normales, es decir, los que se ajustan a las exigencias prefijadas en las normas que los regulan (al menos, a las imprescindibles) y que producen los efectos jurídicos que tales normas tienen asimismo previstos. Los actos nulos son los que adolecen de una carencia radical y absoluta de validez por incumplir alguno de los requisitos esenciales establecidos por el ordenamiento. Lo que significa que, en realidad, no han existido en ningún momento como verdaderos actos jurídicos. Son los anulables aquellos que, sin ser radicalmente nulos, tienen una validez viciada por el incumplimiento de alguna exigencia no esencial, de modo que, si no es oportunamente subsanado el vicio que les afecta, pueden ser considerados y declarados nulos; son actos jurídicos sólo en apariencia. Son inexistentes aquellos que no se han producido nunca como tales actos jurídicos.

Distinción entre actos jurídicos lícitos e ilícitos: A los efectos de determinar la licitud o ilicitud de un acto, el grado de coincidencia con los objetivos perseguidos por el sujeto resulta ser un dato jurídicamente irrelevante, puesto que la licitud o ilicitud de una conducta ha de determinarse en todo caso a través del contraste con las respectivas normas reguladoras. Ambos son igualmente jurídicos porque están inscritos en el ámbito de la normatividad jurídica y forman parte de ella, aunque de forma contrapuesta. Los actos lícitos jurídicos ocupan siempre la zona más amplia y significativa de los ordenamientos jurídicos.

Subclasificación de los actos jurídicos lícitos: actos jurídicos simples (o “actos jurídicos en sentido estricto”) y negocios jurídicos (“declaraciones de voluntad”).

La eficacia jurídica de los primeros depende exclusivamente de las disposiciones contenidas en las normas, sin que puedan influir en ella las pretensiones o deseos personales del sujeto. En los negocios jurídicos es precisamente la voluntad declarada de los sujetos la que perfila y constituye en última instancia las respectivas consecuencias jurídicas.

Los negocios jurídicos unilaterales implican solamente una declaración de voluntad. Los bilaterales nacen del encuentro o correlación de dos o más voluntades exteriorizadas. Los solemnes o formales se caracterizan por subordinar su existencia al cumplimiento de ciertos requisitos de forma (ej. escritura pública ante notario) y los informales nacen desprovistos de todo formalismo. Los mortis causa sólo producen efectos después de la muerte del sujeto que manifiesta su voluntad. Los onerosos incluyen una contrapartida o carga (ej. compraventa) y los gratuitos excluyen cq tipo de contrapartida (ej. donación). En los causales es esencial la determinación del fin práctico (causa) en cuya virtud se concluye el negocio, mientras que en los abstractos esa causa o fin práctico es totalmente secundaria, prevaleciendo la referencia al título (caso de la letra de cambio).

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