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En los Códigos civiles, se sienta de forma definitiva el denominado principio espiritualista en la celebración del contrato: lo que importa es que, realmente, dos o más personas se pongan de acuerdo en realizar un negocio y no la forma en que se plasme dicho acuerdo. El momento determinante del contrato radica en el acuerdo de voluntades o en la coincidencia del consentimiento de las partes respecto de una determinada operación económica o negocio: importa el aspecto consensual o espiritual y no los extremos de carácter formal.

En dicho marco de ideas se encuadran normas fundamentales del CC que conviene retener:

  1. "El contrato existe desde que una o varias personas consienten en obligarse... " (art. 1254).
  2. "Los contratos serán obligatorios cualesquiera que sea la forma en que se hayan celebrado, siempre que en ellos concurran las condiciones esenciales para su validez" (art. 1278).

Conectando esta última norma con el art. 1261 CC, es obvio que la forma contractual no puede elevarse a la condición de elemento esencial del contrato, pues el último artículo referido exige sólo el consentimiento, el objeto y la causa. Ahora bien, que la forma no sea requisito esencial del contrato no significa que los contratos puedan realizarse de forma interiorizada, sin transmitir a alguna otra persona (o varias) el designio contractual pretendido, pues la relación contractual requiere una cierta exteriorización. Por eso el art. 1278 habla de “cualquiera que sea la forma en que se hayan celebrado...”, para resaltar que, de una manera o de otra, los contratos requieren que las partes exterioricen su consentimiento de modo que permita identificar la celebración del contrato, aunque sea mediante un simple gesto (asentimiento con la cabeza frente a una oferta, levantar la mano en una subasta, introducir una moneda en una máquina expendedora, etc).

Hasta el extremo de que el legislador contemporáneo considere oportuno y necesario establecer la conveniencia, cuando no la necesidad, de determinar el contenido del contrato e imponer la forma escrita en numerosas ocasiones, como ocurre en la generalidad de las disposiciones que tienen por objeto la protección de los consumidores y usuarios, ya sean comunitarias o españolas, pues se ha convertido en cláusula de estilo imponer la forma escrita de los correspondientes contratos para evitar problemas probatorios de futuro a los consumidores, disminuyendo así el ámbito del principio espiritualista o de libertad de forma por razones de política legislativa.

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