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Aparentemente estaríamos asistiendo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, a un proceso de globalización, o más correctamente de universalización de los derechos fundamentales y las libertades públicas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 habría retomado el testigo, más de siglo y medio después, de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, y la concepción del hombre a través del prisma de los derechos humanos se extendería de modo inexorable por el mundo.

La descrita podría ser una versión de la situación actual, pero no es la única posible, y, puede que no sea la más ecuánime. Pero, en todo caso, en Europa, a partir de la finalización de la Segunda Guerra mundial habríamos recuperado, en lo que se refiere a los derechos fundamentales, el espíritu de la revolución francesa, tanto tiempo extraviado. Razón esta por la que resulta indispensable rememorar algunas de sus claves.

El art. 16 del Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, sancionada por la Asamblea Nacional francesa el 26 de agosto de 1789, expresaba solemnemente: "Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada, ni determinada la separación de los poderes, carece de constitución". Esta rotunda negación contiene una afirmación fundamental para entender la historia contemporánea de Europa y el tema que nos ocupa, esto es: la centralidad de los derechos fundamentales en la concepción misma de nuestros sistemas políticos. En efecto, los sistemas políticos regidos por el constitucionalismo democrático se caracterizan por estar construidos sobre tres pilares: el de la soberanía popular, el de la proclamación y defensa de los derechos fundamentales y el de la división de poderes. Pero la específica singularidad del constitucionalismo democrático se caracteriza, porque los derechos fundamentales no son uno más de sus caracteres esenciales, sino que ocupan el centro del sistema, sin el que éste quedaría desvirtuado.

Las discusiones en la Asamblea francesa habían comenzado el 9 de julio de 1789 con el informe presentado por Mounier sobre la elaboración de una Consitución, en que se expresaba que la comisión constituida al efecto entendía que la Constitución debería ir precedida de una declaración de los derechos de los hombres, a modo de preámbulo, idea esta que fue objeto de largos debates. El honor de presentar la primera declaración de derechos le corresponderá al marqués de Lafayette que, en su intervención ante la Asamblea Nacional francesa dos días después, el 11 de julio de 1789, leería su proyecto de Derechos humanos. Lafayette, en la introducción a su proyecto, expresará una de las ideas capitales para entender el significado de los derechos fundamentales, dirá: "El mérito de una declaración de derechos consiste en la verdad y en la precisión; ella debe decir lo que todo el mundo sabe, lo que todo el mundo siente. Solamente esta idea ha podido obligarme a trazar el esquema que tengo el honor de presentaros"· Este párrafo encierra una de las claves de comprensión de los derechos fundamentales porque anticipa su concepción laica más contemporánea, ese "lo que todo el mundo sabe", "lo que todo el mundo siente", no es otra cosa que la visión del hombre hecha por los hombres, una visión coyuntural, fruto de cada tiempo, la visión reflexiva de nosotros mismos, alejada de cualquier dogmatismo previo.

Lafayette presentaría un proyecto de declaración muy elemental del que cabe destacar una idea central: "Todo gobierno, dice Lafayette, tiene por único fin el bien común. Este interés exige que los poderes legislativos, ejecutivo y judicial, sean distintos y definidos, y que su organización asegure la representación libre de los ciudadanos, la responsabilidad de los funcionarios y la imparcialidad de los jueces".

Algunos de los textos presentados por los asamblearios franceses fueron largos, como el proyecto presentado en la Asamblea el 22 de agosto de 1789, en que se contienen preceptos de un gran valor que no fueron recogidos en el texto final, pero que tienen un especial significado. Así, decía en su art. 54: "Es esencial para la felicidad de los ciudadanos y la conservación de la libertad pública, que el poder legislativo y el poder ejecutivo estén completamente diferenciados y separados", y más tarde en el art. 60: "La independencia y la buena elección de los jueces son esenciales a la administración imparcial de la justicia y la conservación de la libertad de los ciudadanos", finalmente en el art. 64: "El gobierno tiene por fin la felicidad general: está establecido no para el interés de los que gobiernan, sino para el interés de los gobernados".

Pero, a las luces de la revolución francesa siguieron las sombras de un largo período conservador que, en el caso español, salvo algunas breves etapas de tibia luz, llegará hasta la Constitución de 1978. En otras naciones, las menos, se producirán ensayos de alguna consideración a principios del siglo XX, antes de la Segunda Guerra Mundial y, por desgracia, en muchas naciones se asistirás al fenómeno vergonzoso de la simulación, de la tergiversación de la democracia y la libertad. La inmensa mayoría de los regímenes políticos se proclamarán democracias, democracia, la idea que mayor éxito formal ha tenido en el siglo XX, aunque la historia acredite que en dichos países se vulneraban sus más elementales principios. La excepción a la regla anterior, igualmente lamentable, se dará en regímenes como el de Franco, o en los regímenes que implantaron el denominado socialismo real, no tan lejanos, en que se denostaba abiertamente a la democracia, y a los regímenes democráticos, ensayando modelos políticos esperpénticos que no han resistido el paso del tiempo.

Transcurridos más de dos siglos desde el inicio de la Revolución francesa, de la que todavía somos tributarios, y particularmente desde la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se considerará que las constituciones, para serlo, tienen que consagrar y garantizar una tabla de derechos fundamentales y libertades públicas. De nuevo parece haber retomado del sueño de la libertad que plásticamente formulara en el último tercio del siglo XVIII Benjamín Franklin: "Donde hay libertad, allí está mi patria", diría, aunque el sueño en demasiadas ocasiones se convirtiera en pesadilla.

La Historia se encargaría de demostrar que ese modo de visualizar al hombre no estaba generalizado ni en Francia ni en Europa. Y, lo que es más cierto, que no era el sentir general del pueblo español que, a la vuelta del abyecto rey Fernando VII, celebraba la abolición del régimen constitucional instaurado por la Constitución de Cádiz con ese "vivan las cadenas", un grito horrible que pone en evidencia la ausencia de sensibilidad del pueblo español de la época hacia los derechos fundamentales y las libertades públicas.

Los occidentales somos hoy tributarios de la Revolución francesa y en esa medida forma parte de nuestras concepciones que la mejor de las organizaciones políticas pasa por la democracia en su forma de constitución que consagra y garantiza los derechos fundamentales y las libertades públicas. Así, podríamos afirmar, incluso, que los occidentales nos representaríamos como sujetos de derechos fundamentales y libertades públicas, hasta el punto de que no seríamos capaces de reconocernos sin ellos.

La idea del hombre, construida en la gran fábrica de las ideas que ha sido y sigue siendo Occidente, pese a su capacidad de expansión, resulta dudoso que sea compartida universalmente, fuera del ámbito occidental, que no supone más de una sexta parte de los humanos. Y esto sucedería, al menos por dos causas. Por una parte, porque hablar de derechos humanos, particularmente de derechos civiles y políticos, en el inmenso imperio del hambre y la pobreza que es el mundo ajeno a nosotros, los occidentales, es puro eufemismo, y no sólo porque cubrir las necesidades mínimas de subsistencia sea para la inmensa mayoría la única preocupación. Por otra parte, resulta difícil que no identifiquen a Occidente con un mundo de origen cristiano, cuyos valores no son coincidentes ni con el Islam ni con las religiones orientales.

Los occidentales somos desde hace algunos años pudorosos y no alardeamos de estar en posesión de la verdad. Pero no es preciso mirar las profundidades de la historia para comprobar que hasta antes de ayer los occidentales propagaron el cristianismo en todas las direcciones, la inmensa empresa de la evangelización, paralela a la gran expansión de nuestros parientes del Islam, seguros de que estábamos en posesión de la única verdad.

Por lo que se refiere al mundo árabo-islámico, el gran competidor de los valores de occidente, todos los indicios ponen de manifiesto que la Declaración Universal de Derechos Humanos: "sería un producto etnocéntrico de la cultura judeo-cristiana que voluntariamente ignoró la aportación humanística del islam". Así, en el mundo árabo-islámico se han elaborado desde los años 80 del pasado siglo al menos nueve documentos alternativos a la Declaración Universal. Documentos, que no han entrado en vigor y que más bien hay que entender como un contra-símbolo de la Declaración Universal que se parecen tanto a ésta que se pueden considerar de la misma familia ideológica.

Frente a una mirada superficial del mundo que nos diría que la universalidad de los derechos humanos se habría producido ya, diríamos que es un proceso que apenas ha comenzado y cuyo éxito exige un cambio de actitud. Por una parte es preciso una nueva actitud ecuménica. Si queremos volver a representar al hombre, al hombre de nuestra época, a nosotros mismos, como hicieron los norteamericanos en 1776, o los franceses en 1789, o los fundadores de las Naciones Unidas en 1948, es preciso escuchar a las demás culturas y religiones y a partir de ahí hacer un nuevo dibujo de nosotros mismos. Por otra parte, la universalización de los derechos humanos precisa establecer unas nuevas bases en las relaciones internacionales, en que uno de sus objetivos principales sea la erradicación de la pobreza y la injusticia; la devolución de la dignidad a esa inmensa mayoría de hombres y mujeres que viven en la mayor de las indignidades.

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