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En un período marcado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidad el 10 de diciembre de 1948, por el Tratado del Consejo de Europa, suscrito en Londres el 5 de mayo de 1949, y por el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950, se produjo la firma del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el 18 de abril de 1951. Probablemente, la circunstancia de que los Estados miembros de las Comunidades estuvieran integrados desde el primer momento, o al poco tiempo, en la Organización de las Naciones Unidas y en el Consejo de Europa justificaba que el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, y posteriormente los Tratados de la Comunidad Económica Europea y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica, en sus textos de 1951 y 1957, no hicieran referencia alguna a los derechos fundamentales y a las libertades públicas.

Las Comunidades Europeas se conciben originariamente como organizaciones internacionales de naturaleza económicia, aunque sus fines iban más allá de la economía, en que no parecía relevante ni justificada la protección de los derechos fundamentales y las libertades públicas que se llevaban a cabo por los respectivos ordenamientos constitucionales de los Estados miembros, por las Naciones Unidas y por el Consejo de Europa.

Las sucesivas reformas del Tratado de la Comunidad Económica Europea, convertido a partir de 1993 en Tratado de la Comunidad Europea, así como la entrada en vigor del Tratado de la Unión y las reformas introducidas por los Tratados de Amsterdam y Niza extendieron la actividad del conjunto de organizaciones que conocemos como Unión Europea mucho más allá de los últimos confines económicos, hasta el punto de que fuera posible referirse a las mismas como organizaciones internacionales generales. Por otra parte, las Comunidades intensificaron en las últimas décadas su sesgo supranacional, que hizo que se comportaran como Estados en lo relativo a las relaciones entre las instituciones comunitarias y los ciudadanos europeos, por lo que no hubiera estado justificado que dichas relaciones no se rigieran por los mismos postulados que rigen las relaciones entre los poderes públicos y los ciudadanos en los Estados miembros y, por el respeto a los derechos fundamentales.

El proceso de transformación de las Comunidades, se plasmará en los textos de los Tratados. Así, no obstante ser originario su carácter democrático, éste sólo será explícito por primera vez en el preámbulo del Acta Única Europea, en que se hará constar que uno de los motivos de la misma es la decisión de "promover conjuntamente la democracia, basándose en los derechos fundamentales reconocidos en las Constituciones y leyes de los Estados miembros, en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales y en la Carta Social Europea, en particular la libertad, la igualdad y la justicia social", si bien este pronunciamiento no se plasmará en el articulado de los Tratados haste el TUE cuyo art. F dirá en su apartado 2: "La Unión respetará los derechos fundamentales tal y como se garantizan en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, firmado en Roma el 4 de noviembre de 1950, y tal y como resultan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros como principios generales del Derecho comunitario". Posteriormente, el Tratado de Amsterdam añadirá el art. F del Tratado de la Unión, reenumerado como art. 6, un primer punto en que se establecerá, por primera vez y con la rotundidad merecida, que: "la Unión se basa en los principios de libertad, democracia, respeto a los derechos humanos y de las libertades fundamentales y el Estado de Derecho, principios que son comunes a los Estados miembros". Comenzaba a cerrarse el círculo determinante de que pudiéramos referirnos a las Comunidades Europeas y a la Unión Europea como organizaciones internacionales democráticas al nivel de los principios, o más precisamente de las declaraciones, porque en el terreno de las realidades las deficiencias eran todavía significativas.

Los Tratados vigentes antes de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa no dedicaron, con la salvedad de la ciudadanía, ninguno de sus títulos o partes a los derechos fundamentales, lo que supone una deficiencia muy considerable. Sin embargo, esto no significaba que a lo largo del articulado de los Tratados no se consagraran derechos fundamentales, o que no pudieran deducirse los mismos de su articulado. Así, antes de la reforma introducida por el Tratado de Lisboa, en primer lugar, había que tener en cuenta el principio general que se deducía del art. 6 del TUE. Pero, además: el art. 2 del Tratado de la Comunidad Europea consagra la igualdad entre el hombre y la mujer; el art. 12 del Tratado de la Comunidad Europea prohibe la discriminación por razón de nacionalidad; el art. 13 del Tratado de la Comunidad Europea, aunque de modo indirecto, prohíbe la discriminación por motivos de sexo, de origen racial o étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad u orientación sexual; la segunda parte del Tratado de la Comunidad Europea, introducida en 1992 por el TUE, estaba dedicada a la ciudadanía, en que se consagraban los derechos a circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros, a ser elector y elegible en las elecciones municipales y en las elecciones al Parlamento Europeo, a la protección diplomática y consular y al derecho de petición; las libertades económicas reguladas en los títulos primero y tercero incidían en derechos fundamentales, y así sucesivamente podríamos encontrar preceptos en los Tratados sobre los que podían construirse derechos fundamentales, incluso de tercera generación, piénsese en la inclusión entre las misiones de la Comunidad Europea, en el art. 2 del Tratado de la Comunidad Europea, de la mejora de la calidad del medio ambiente, o la elevación del nivel de vida y de la calidad de vida. De modo que, si bien es cierto que los Tratados de las Comunidades y de la Unión Europea, antes de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, no recogían de modo estructurado el elenco estándar de derechos fundamentales que operaba en el contexto de los Estados que integran el Consejo de Europa, no puede decirse que los derechos fundamentales estuvieran ausentes en los textos de los Tratados.

La primera jurisprudencia del Tribunal de JusticiaCE fue reticente a la aplicación de los derechos fundamentales, entre otras razones por las carencias de los Tratados, pero no menos por la adopción de una posición inicial que, con el tiempo, se demostraría por el propio Tribunal que era equivocada. Así, en sentencias del Tribunal de JusticiaCE como la de 4 de febrero de 1959, y otras tantas del mismo signo, el Tribunal afirmará, en primer lugar, la autonomía del Derecho comunitario y en consecuencia, establecerá en el caso concernido que no procedía la aplicación del Derecho interno alegado, que era un derecho fundamental reconocido por la Ley Fundamental de Bonn. El modo de proceder del Tribunal de JusticiaCE en la línea de la sentencia más arriba citada le ha valido innumerables críticas que, sin embargo, no parecen fundadas. En efecto, resulta evidente que el Tribunal no podia interpretar el Derecho comunitario de acuerdo con el Derecho interno de uno de los Estados miembros. De haber procedido así el Tribunal de JusticiaCE hubiera puesto fin a la construcción del Derecho comunitario que, sin embargo, habría llevado a cabo trabajosamente a lo largo de más de cuatro décadas posteriores. Cosa bien diferente es la injustificada ausencia, desde sus inicios, de un Derecho comunitario de los derechos fundamentales. Por otra parte el Tribunal de JusticiaCE, si bien procedería con rigor en sentencias como la señalada de 4 de febrero de 1959, bien podía haber innovado en esta materia extrayendo del propio Derecho comunitario principios interpretativos que le condujeran a la incorporación de los derechos fundamentales al mismo.

A partir de la sentencia de 12 de noviembre de 1969 y otras sucesivas, el Tribunal de JusticiaCE vendrá a conciliar el carácter autónomo del Derecho comunitario con la consideración de los derechos fundamentales como "parte integrante de los principios generales del Derecho cuya observancia asegura el Tribunal de Justicia, que la salvaguarda de estos derechos, aunque se inspire en las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros, debe ser garantizada en el marco de la estructura y de los objetivos de la Comunidad". Y lo cierto es que el Tribunal de Justicia, a partir de 1969, ha ido consagrando toda una serie de derechos fundamentales, unos derivados directa y explícitamente de los Tratados, y otros como fruto del carácter innovador del citado Tribunal. Probablemente, el giro espectacular que el Tribunal diera a partir de la citada sentencia de 1969 ponía de manifiesto los riesgos evidentes de renacionalización de las competencias atribuidas a las Comunidades como consecuencia de la función de los jueces nacionales como jueces del Derecho comunitario, si bien dichos riesgos no pueden considerarse despejados. En efecto, de no haber construido el Tribunal de Justicia, partiendo de los Tratados, una doctrina jurisprudencial sobre los derechos fundamentales, los afectados por normas o actos comunitarios, que desconocieran derechos fundamentales consagrados en los ordenamientos constitucionales de los respectivos Estados miembros, podrían invocar dichos derechos ante el juez nacional que se vería, bien compelido o garantizarlos, incumpliendo el principio de primacía del Derecho comunitario, o cumpliendo este último vulnerando un derecho fundamental. Ambas alternativas hubieran traído consigo consecuencias desfavorables para la construcción europea.

La jurisprudencia del Tribunal de JusticiaCE que se inicia con la sentencia antes referida de 12 de noviembre de 1969 se trasladó al art. F del Tratado de la Unión, que el Tratado de Amsterdam numeró como art. 6 del TUE. El apartado 1º del artículo 6 introducido por el Tratado de Amsterdam y el apartado 2º de dicho artículo es el que recoge la citada jurisprudencia. Desde la vigencia de dicho precepto no parecen haberse modificado los postulados jurisprudenciales del Tribunal de JusticiaCE, lo que sin embargo podría objetarse. En efecto, la redacción dada al apartado 2 del art. 6, antes de la reforma llevada a cabo por el Tratado de Lisboa, puede leerse de dos formas diferentes. De acuerdo con una primera lectura se deduciría que los derechos fundamentales deben ser respetados "tal y como se garantizan en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales firmado en Roma el 4 de noviembre de 1950". Es decir que, aunque la Unión y las Comunidades no se hubieran adherido al Convenio de Roma, el apartado citado supondría una vinculación voluntaria y unilateral al mismo, cuyos efectos habría que determinar. Desde luego, dicha vinculación suponía que la Unión debía respetar los derechos fundamentales en el Convenio contemplados y lo que es más importante, teniendo como tenía y tiene el Convenio un Tribunal que interpreta dichos derechos, debía entenderse que la Unión se vinculaba a la interpretación dada por el Tribunal de Estrasburgo. En definitiva no se trataría sino de la interpretación dada por la doctrina y jurisprudencia española al art. 10.2 de nuestra Constitución. Este sería el alcance que daríamos a la expresión "tal y como se garantizan". Por otra parte, el art. 6 del TUE sigue diciendo que la Unión Europea respetará los derechos fundamentales "fruto de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros formarán parte del Derecho de la Unión como principios generales". De modo que el respeto de los derechos fundamentales tendría en este segundo caso un nivel diferente de protección que exigiría la constatación de que se da una tradición común a los Estados miembros, como condición sine qua non y, en consecuencia, su tratamiento como principios generales. Es decir, la expresión final "como principios generales" se refería tan sólo a las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros y no al entero precepto.

La situación previa a la reforma llevada a cabo por el Tratado de Lisboa no dejaba de presentar lagunas, quiebras y contradicciones, y exigía el reconocimiento explícito y claro de los derechos fundamentales en la Unión Europea. Y esto es lo que llevó a cabo la Constitución Europea non nata que incorporó a su texto, como parte segunda, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea elaborada por una Convención y proclamada por el Parlamento, el Consejo y la Comisión en diciembre de 2000. Con ello se ponía fin a una de las deficiencias más notables en la construcción europea.

La circunstancia de que la Constitución Europea no entrara en vigor y que en su lugar se elaborara el Tratado de Lisboa, no ha supuesto, en lo relativo a los derechos fundamentales, retroceso alguno en relación con los avances incorporados por la Constitución Europea non nata. Al contrario, el Tratado de Lisboa ha supuesto un avance considerable, ya que además de reconocer a la Carta el mismo valor jurídico que a los Tratados prescribe, de modo taxativo, lo que no hacía la Constitución Europea, la adhesión de la Unión al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales. Bien es cierto que habrá que esperar a conocer las condiciones de la mencionada adhesión, pero, de no desvirtuarse la mencionada prescripción, será posible la unificación de la interpretación de los derechos fundamentales en la Unión y en los Estados miembros como consecuencia de la sumisión a la jurisprudencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.

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