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A principios del siglo pasado la doctrina distinguía la antijuridicidad de la culpabilidad por medio del contraste objetivo-subjetivo. Se pensaba que los elementos objetivos o externos de la acción debían ser objeto del juicio de antijuridicidad, mientras que los elementos subjetivos de la acción se analizaban en la culpabilidad y se argumentaba que ello era así, en primer lugar, porque el juicio de antijuridicidad debía ser un juicio objetivo y, en segundo lugar, porque la concepción causal de la acción, al prescindir del contenido de la voluntad en su definición, favorecía tal planteamiento.

Hoy se ve que ninguno de estos argumentos es correcto. En primer lugar porque el hecho de que el juicio de antijuridicidad sea un juicio objetivo, realizado por el ordenamiento jurídico, que evalúa la contradicción de un comportamiento y sus consecuencias con lo prescrito en las normas, no significa que ese juicio deba realizarse solo sobre los aspectos objetivos de la conducta. Y, por otro lado, porque desde la aparición del concepto finalista de acción se entiende la conducta humana como una unidad causal-final, es decir, como una suma indisoluble de los aspectos objetivos y subjetivos del actuar. A partir del finalismo los conceptos de acción elaborados posteriormente reconocen la existencia de elementos subjetivos en la propia acción, que formarán parte, por tanto, también de la acción típica.

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