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La segunda reforma de la LS-1956, que lleva a cabo la Ley 8/1990, no obedeció a criterios ideológicos socializadores o igualitaristas, sino a un segundo fracaso del modelo de la LS-1956 y su reforma de 1975. La Exposición de Motivos reconoce: "el fuerte incremento del precio del suelo que excede de cualquier límite razonable en muchos lugares y que repercute en los precios finales de la vivienda y, en general, en los costes de implantación de actividades económicas", resultando insuficiente para salir de esta situación el "respaldo que ofrece el ordenamiento jurídico vigente" debido a la excesiva permisividad de que disfrutan los propietarios del suelo.

A pesar de esta crítica, la Ley 8/1990 no abandonó el modelo de la LS-1956 (reformada en 1975), sino que trae más de lo mismo, al insistir en la atribución desigual de las plusvalías urbanísticas a los propietarios según las diversas clases de suelo, y al concebir, una vez más, el proceso urbanizador como obra privada y no como obra pública.

La esencia de la reforma consiste ahora en hacer más confuso, pero también más oneroso, el urbanismo de obra privada. Más confuso porque lo más singular de la reforma es el intento ingenuo, y fracasado, de obligar a los propietarios a ejecutar los procesos urbanizador y constructivo en los tiempos marcados inflexiblemente por la Administración, al margan de la coyuntura económica, que es la que, en realidad, manda en el ritmo de estos procesos. El objetivo era agilizar los procesos de urbanización, cuyo retraso siempre favorece a los propietarios especuladores. Para ello temporalizó, descoyuntándolo, el derecho de propiedad de los propietarios privilegiados por las clasificaciones de suelo urbano y urbanizable en una serie de derechos menores y concretos de adquisición gradual del pleno dominio, lo que la Ley llama las facultades de contenido urbanístico, que se pierden si no se actúa en plazo. Estas facultades se denominan:

  1. El derecho a urbanizar, que se adquiere cuando esté aprobado el planeamiento específico.
  2. El derecho al aprovechamiento urbanístico, que se determina mediante el aprovechamiento tipo y que se adquiere por el cumplimiento de los deberes de cesión, equidistribución y urbanización en los plazos que se fijen.
  3. El derecho a edificar, que se adquiere por la obtención de la licencia y se pierde por caducidad de ésta.
  4. El derecho a la edificación, que incorpora al patrimonio la edificación ejecutada y concluida con arreglo a la licencia ajustada a la ordenación en vigor.

La temporalización de los diversos derechos en que se descompone el derecho de urbanizar se consigue potenciando la discrecionalidad de la Administración para señalar los plazos en que los derechos han de ejercitarse bajo sanción de pérdida o reducción. Por ello, "en la recta aplicación de este esquema adquiere importancia primordial la programación que ha de contener el planeamiento", de tal forma "que la determinación de cuándo van a incorporarse efectivamente los terrenos afectados al proceso urbanizador y edificatorio no puede condicionarse a la libre decisión de sus propietarios". En consecuencia, es el propio Derecho urbanístico el que establece los plazos que han de regir su ejecución, de suerte tal que la adquisición de las diversas facultades de contenido urbanístico sólo puede producirse si los deberes y cargas inherentes a dicha atribución se cumplen dentro de tales plazos. Más aún, una vez adquiridos estos derechos, la falta de ejercicio durante los plazos fijados para ello, sobre la base de impedir la adquisición de otros posteriores, según el proceso gradual de consolidación de derechos antes descritos, implicaba su pérdida o reducción con el alcance y efectos que en cada caso se señalasen.

Lo que en definitiva la Ley 8/1990 persiguió es, sin salir del esquema conceptual de la LS-1956, hacer más precaria y dominable por la Administración la propiedad inmobiliaria privilegiada con las clasificaciones de suelo urbano y urbanizable, acabando, como dice el Preámbulo, "con la excesiva permisividad de que disfrutan los propietarios del suelo, que son los llamados en primer término a realizar las tareas de urbanización y edificación", y terminar también con la "ausencia de instrumentos de que dispone la Administración para hacer frente al incumplimiento por los particulares de los plazos señalados para la ejecución de dichas tareas para incrementar los patrimonios públicos de suelo en medida suficiente para incidir en la regulación del mercado inmobiliario o para adscribir superficies de suelo urbanizable a la construcción de viviendas de protección oficial".

Pero, como decíamos, el urbanismo de obra privada se hace más oneroso con la reforma, porque se aumenta la participación de los municipios en los beneficios o plusvalías del proceso urbanizador, reforzando su condición de socio de los propietarios privilegiados por las clasificaciones urbanísticas que el mismo municipio crea con los planes. En este orden se aumentan las cesiones, tanto en suelo urbano como en el urbanizable programado. Al municipio le corresponde ahora el 15% del aprovechamiento tipo, en cuanto los propietarios sólo tienen derecho a hacer suyo el 85% del aprovechamiento urbanístico que corresponde a su parcela. También bajan los justiprecios expropiatorios, endureciéndose el sistema de valoraciones. La Ley aplica el valor inicial o rústico al suelo no urbanizable, al urbanizable no programado e incluso al urbanizable si aún no se ha ultimado el desarrollo del planeamiento. A destacar asimismo que el sistema de valoraciones de la Ley 8/1990 no se circunscribe a las expropiaciones por razones urbanísticas, sino que se aplica a toda suerte de expropiaciones cualquiera que fuere su causa o finalidad. De esta forma se acaba con la esquizofrenia jurídica que suponía que los inmuebles expropiados se valoraran con criterios distintos cuando según la expropiación tuviera por causa el proceso urbanizador u otras finalidades públicas.

En socorro de los deprimidos promotores y propietarios vino en ayuda el Gobierno del Partido Popular con el RD-Ley 7/1996, convalidado por la Ley 7/1997 que reforma la Ley 8/1990. Ésta se justifica en la insatisfactoria situación del mercado del suelo y la vivienda, que hace necesaria la aprobación de "unas primeras medidas que ayudarán a incrementar la oferta de suelo con la finalidad de abaratar el suelo disponible".

Al lado de reformas puramente formales, orientadas a simplificar los procedimientos u otorgando más competencias urbanísticas a los Alcaldes a costa de los Plenos de los Ayuntamientos, y a acortar los plazos vigentes, la Ley contiene otras dos sustanciales: una, favorecedora de los intereses de los propietarios privilegiados, los de suelo urbano y urbanizable, a los cuales se aumenta su cuota de participación en el aprovechamiento urbanístico, que pasa del 85% al 90%, reduciéndose la participación del municipio; la segunda modificación de alcance es la supresión de la distinción entre suelo urbanizable programado y no programado, refundiéndose ambas clases de suelo en el suelo urbanizable, constituido por los terrenos a los que el planeamiento general declare adecuados para ser urbanizados.

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