La función ejecutiva que corresponde al Gobierno comprende el desarrollo de tareas públicas determinadas por la ley a través de las potestades singulares y de los medios materiales que ésta predispone.
Las tareas públicas están parcialmente predeterminadas por la CE, cuando afirma que compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de las medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios (art. 43 CE).
La atribución constitucional de la función ejecutiva al Gobierno no permite eludir tal mediación de la Ley. No existe una ejecución general del OJ al margen de la Ley, en la que puedan ampararse singulares actuaciones gubernamentales carentes de apoyo legal específico. Esto significa que la conexión entre fines y tareas atribuidos por la CE a los poderes públicos y función ejecutiva asignada al Gobierno no permite deducir la consecuencia de que éste pueda actuar, en virtud de la CE, al margen de las Leyes.
Así pues, de la asignación constitucional de fines y tareas a inespecíficos poderes públicos no se puede deducir inmediatamente la atribución implícita a órganos concretos de las potestades y competencias que éstos consideren imprescindible para desarrollarlas.
El llamado principio de juridicidad implica que la validez de la actuación administrativa depende de la previa habilitación legal de una específica potestad en términos tales que hagan posible un control jurisdiccional de la regularidad de su ejercicio (art. 106.1 CE); el reconocimiento constitucional de este principio se ha buscado en los arts. 9.3 (que reconoce el principio de legalidad, al que se pretende atribuir tal significado) y 103.1 CE (la Administración pública actúa con sometimiento pleno a la ley y al Derecho).
La Ley a veces se limita a atribuir a la Administración potestades de uso discrecional y a establecer condiciones genéricas para su ejercicio. La ejecución postula así una previa planificación, orientada en primer lugar, a los aspectos técnicos organizativos; exige la ordenación de los procesos y la configuración de órganos aptos para desarrollarlos. Pero comprende además la definición y ordenación de los objetivos de la actuación administrativa, dado que la coordinación social y estatal depende de las prioridades que la Administración establezca.
La atribución al Gobierno de la función ejecutiva no impone que el propio órgano constitucional que recibe tal denominación haya de ser titular de todas las potestades al respecto; es suficiente con que la Ley le atribuya aquellas que le confieren centralidad en el desenvolvimiento de tal función. Pero sobretodo le corresponde al Gobierno dirigir la Administración y es luego a los distintos órganos de la Administración Pública a quienes se encomienda la actividad concreta de ejecución de las Leyes a través de muy diversas potestades, cuyo funcionamiento concreto estudia el Derecho Administrativo.