A finales del siglo XVIII la idea de dotarse de una Constitución era algo revolucionario, puesto que la adopción de una Constitución era concebida como la instauración de un régimen político cuyo fundamento era inmanente (el pueblo), frente a la trascendencia divina de la soberanía regia durante el absolutismo. Significaba también cierto control del poder político.
El carácter revolucionario se acentuó con el art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789): "Toda sociedad en la que no está garantizada la libertad ni establecida la división de poderes carece de Constitución". El mismo texto dice en su art. 3 que la soberanía reside esencialmente en la nación.
Triunfantes las revoluciones estadounidense y francesa, el movimiento constitucionalista se extendió por todo el mundo. En palabras de Loewenstein, durante mucho tiempo el constitucionalismo fue "el símbolo de la conciencia nacional y estatal, de la autodeterminación y de la independencia". Todas las naciones se dotaban de una Constitución, aunque luego el funcionamiento del sistema político se distanciaba de la idea original.
El falseamiento constitucional comenzó, por tanto, ya en los propios orígenes del constitucionalismo. La revolución cambió de rumbo parcialmente a manos de Bonaparte, que instauró un Imperio personal, en el que la idea primigenia de Constitución quedó arrasada por la soberanía personal del Emperador, sin división de poderes y sin garantías auténticas de la libertad.