Logo de DerechoUNED

Habermas ha resumido el sentido de todos estos problemas, utilizando para ello una frase que es, a la vez, el título de una de sus obras más difundidas: la inclusión del otro.

Aunque las diferencias entre los grupos de problemas que hemos visto en los dos epígrafes anteriores son grandes, el esquema general es similar: en todos los casos, una minoría reclama un reconocimiento específico dentro de un Estado nacional con estructuras democráticas; reconocimiento que puede estar delimitado por motivos étnicos, religiosos, lingüísticos, sociales... En última instancia, culturales.

Todas estas dificultades no pueden situarse en su contexto adecuado sin referirlas a los cambios de mentalidad generados por la mundialización. Afirma J. Lima que "la globalización tiende a construir una homogeneización de culturas y, paradójicamente, es el propio proceso de globalización el que está conduciendo a la fragmentación de las identidades, apareciendo nuevos movimientos que reivindican la especificidad".

Así, encontramos dos formas irreconciliables del discurso sobre la identidad:

  • una que parte de los derechos concebidos de forma universal, "ciega a la diferencia", como suele decirse;
  • otra que se instala en la diversidad.

Entre ellas, es posible encontrar formas intermedias.

Los que abogan por la primer versión sostienen que el discurso sobre los derechos ha de ser general y abstracto, precisamente porque persigue la igualdad, y que el objetivo es la integración a partir de aquellos. El fin último es la asimilación de las minorías sobre la base de la ciudadanía: una ciudadanía sin acepción de diferencias. Tras esta postura está el liberalismo kantiano (y hoy, rawlsiano), de acuerdo con el cual, una sociedad política y el Estado que la articula no deben asumir compromiso alguno en punto a lo que debe ser considerado vida buena o virtuosa sino dejar a los particulares decidir los fines últimos de su vida a través de un sistema de iguales libertades. Los partidarios de esta postura estiman que las políticas públicas habrán de tratar a todos por igual, en aras de un universalismo que no debe dar beligerancia a otro criterio que a la igualdad de derechos y para la cual toda "identidad cultural" resulta irrelevante en el plano jurídico-político, porque no existen derechos colectivos. Por tanto, las políticas encaminadas a reforzar las identidades son perniciosas: no harán sino perpetuarlas artificalmente, y con ellas las desigualdades que encierran.

Los partidarios de la segunda postura afirman que la pretendida igualdad de derechos no pretende sino encubrir unas diferencias estructurales, no allanables, y que la auténtica lucha por la igualdad ha de denunciar esas discriminaciones construyéndose, de forma deliberada y consciente, como la lucha por el reconocimiento de la diferencia. El punto de arranque debe estar en dichas peculiaridades con el fin de defender no sólo el derecho a la diferencia y a su reconocimiento, sino también políticas públicas articuladas en torno a ambos. Lo contrario, según ellos, equivaldría a aceptar formas de igualdad que no existen sino en el discurso tramposo del universalismo; el cual, en cuanto favorecedor siempre de una cultura concreta, la dominante, no tiene la condición que pretende.

Obviamente, ambas perspectivas presentan ventajas y limitaciones.

El universalismo de los derechos es irrenunciable como aspiración, al menos si deseamos una sociedad en la que la identidad sea plenamente electiva y no esté determinada por pertenencias o adscripciones que los sujetos no han elegido. Habermas sostiene, en una expresión que se ha hecho famosa, que la incorporación de los derechos colectivos entraña una sobrecarga de la teoría de los derechos, con el peligroso resultado de una suerte de "...protección administrativa de las especies". En contra, el riesgo de esta postura es la consolidación de injusticias históricas y el olvido de una evidencia: buena parte de los seres humanos sienten, de hecho, que sus derechos son ejercidos con más eficacia en el seno de "contextos culturales fuertes".

El reconocimiento de las identidades culturales permite, dentro de ciertos límites, integrar de forma más eficaz a los grupos; pues vincularlos a un proyecto común, del cual se sienten parte como diferentes, evita sentimientos de frustración. Su riesgo estriba en que la excesiva promoción de la diferencia consolide sistemas de valores, cada vez más incompatibles con el de la mayoría, que acaben derivando en guetos culturales.

Compartir