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Cuanto hemos visto nos permite una constatación: el núcleo de estos problemas sigue siendo la tensión entre la identidad y la diferencia.

La desconfianza, la ceguera a la diferencia liberal suele poner en guardia a las minorías y ayuda no poco a reforzar los elementos identitarios, precisamente a fuerza de negarlos; a la vez, la exasperación de dichos elementos por parte de los antiliberales amenaza no pocas veces el patrimonio común de los derechos, con el resultado de exasperar la propia postura... Y la del adversario.

En búsqueda de un punto de equilibrio, es útil remitirse a Gadamer. La "fusión de horizontes" nos incita a afrontar las culturas ajenas presuponiendo, no su idéntico valor a la nuestra, sino el valor de su contraste con la nuestra, mediante "... el desarrollo de nuevos vocabularios de comparación, por cuyo medio es posible expresar estos contrastes". En un intento de definir su concepción filosófica, Gadamer afirmó que "la hermenéutica es aceptar que los otros puedan tener razón".

Esto es definido por algunos autores, como un modelo superador del multiculturalismo, el llamado pluriculturalismo. El pluriculturalismo entraña el afinamiento de los instrumentos de comunicación con el otro y permite, a la larga, la innecesariedad de la tolerancia y su sustitución por el pluralismo. Esa praxis permite una fusión cultural que no niega el espacio común de derechos y libertades que defiende como esencial el liberalismo ni menoscaba el reconocimiento de la diferencia que hace suyo el comunitarismo. Supone la reformulación de la propia idea de ciudadanía en sentido cosmopolita, no nacionalista. Evidentemente, sólo un espacio público fuerte y una sociedad civil participativa pueden albergar este intento, porque la fusión de culturas, el reconocimiento del otro como uno de nosotros, debe tropezar con el único límite del sistema de derechos y, aún más, de valores y principios: ahí se halla el límite, no sólo para la comprensión del otro, sino incluso para la simple tolerancia, el punto a partir del cual la intolerancia es un deber cívico.

El propio Habermas se refiere también a este "horizonte interpretativo común", sosteniendo que hace posible el reconocimiento recíproco de las pertenencias culturales únicamente a partir de la coexistencia de las formas de vida en igualdad de derechos. "La integración ética de grupos y subculturas con sus propias identidades colectivas debe encontrarse, pues, desvinculada del nivel de la integración política, de carácter abstracto, que abarca a todos los ciudadanos en igual medida". Esta integración de los derechos abstractos con la cultura particular se produce, según Habermas, a través de lo que podemos denominar "patriotismo constitucional"; pues es la Constitución la que, a través de derechos y principios, establece el marco valorativo, el contenido ético común que se perdió con la crisis del sentido religioso.

Habermas propone una desactivación de los aspectos más problemáticos de la idea de vida buena, en un intento de hacerla no susceptible de apropiación por grupo alguno; puesto que la vida buena no se entiende sólo desde el marco que permite la convivencia entre comunidades. Pero conviene no olvidar que ese consenso capaz de permitir la convivencia de los modelos de vida buena no puede ser, a su vez, meramente procedimental, no puede ser separado de toda eticidad concreta: pues esos mismos principios en que el consenso se basa no son, por muy generales que resulten, sino ideales de vida buena generalizados, posturas éticas materiales, sustantivas. El procedimiento proporciona, pues, un marco necesario y traza los límites, pero la fusión será siempre un entrelazamiento comprensivo de modelos de vida buena.

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