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1.1. Caracteres generales

La formación del Estado hispano-árabe presenta varios períodos.

  1. Período de iniciación (715-822) en el que comenzó a organizarse el territorio hispano como provincia del Califato Omeya con sede en Damasco, si bien sus dirigentes dependían directamente del gobernador de Ifriquiya (Túnez). En el año 750 fue derrocado el Califa, y la familia omeya se extinguió, excepto uno de sus miembros que desembarcó en el 755 en la península proclamándose emir de Al-Andalus. Intentó estabilizar el régimen, dependiendo de Damasco sólo en lo religioso. Surgió así el Emirato Omeya, en el que se sucederán varios príncipes.
  2. Período de transición (822-852) correspondiente al reinado de Abdal-Rahman II en el que el emirato estuvo consolidado pero descontento (continúan revueltas sociales), configurándose al-Andalus como un centro de poder independiente.
  3. Período de consolidación (852-1010), en el que se fue estableciendo el Califato Omeya en Córdoba por parte de Abdal-Rahman III, autoproclamándose Califa, y rompiendo definitivamente los lazos con oriente. Continuó el descontento afianzándose la idea de crear pequeños Estados independientes, no tanto para romper con Damasco, sino para hacer frente a la corriente xiíta que se había extendido por el norte de África y que amenazaba con extenderse entre los beréberes descontentos de la península. Mediante esta autoproclamación se afirmaba la independencia de cualquier autoridad política superior, con lo que logró restablecer la unidad y obtener muchas victorias contra los cristianos cuyos reyes llegaron a reconocer la soberanía del califa, pagando un tributo anual al mismo.
  4. Período de declive (1010-1492). Tras la muerte de al-Mansur, secretario de Estado del califa Hisham II, se colapsó el califato, desmembrándose en pocos años y apareciendo docenas de pequeños estados árabes y beréberes, que llevan el nombre de Reinos de Taifas. Hasta el 1031 aparentemente el poder estaba en manos del califa. En esa fecha el gobierno central perdió el control, y las Marcas se configuraron como unidades políticas.

Las luchas entre reinos, y dentro de los propios reinos fueron continuas, motivadas por el gobierno del territorio de la taifa (bandería) predominante sin tener en cuenta a las demás etnias. Ello facilitó el avance de la reconquista, acudiendo las taifas a alianzas con el exterior y solicitando la colaboración de los almorávides en el año 1090 tras la caída de Toledo. La permanencia de los almorávides en la península y sus contactos con las formas de vida autóctonas, debilitaron sus costumbres, y las dificultades económicas produjeron rebeliones que terminaron con el período almorávide en el 1145. Tras un período de confusión denominado segundas taifas, que se extiende hasta 1170, con la conquista de la península por los almohades se convierte al-Andalus en una provincia del imperio magrebí de Marruecos. Las taifas supusieron la creación de una sociedad de Estados descentralizados, sin líneas de demarcación, que se atribuían los gobernantes.

Tras la batalla de las Navas de Tolosa (1212) se produjeron unas terceras taifas, que, ante el avance de la reconquista cristiana, quedaron reducidas territorial y políticamente al reino nazarí de Granada, reconquistado por los Reyes Católicos en 1492.

1.2. El soberano

En el Estado islámico la sucesión al trono aparece regulada en teoría mediante una ambigua síntesis de principios electivos y hereditarios. Así ciertos textos del siglo XI, Los estatutos del gobierno de Al-Mawardi, refieren confusamente que al califato se accede por elección de quienes tienen el poder de "ligar y desligar", y por la designación del califa anterior.

El califa era un monarca absoluto y a la vez jefe espiritual, reuniendo en su persona la cualidad de juez en última instancia, superior del ejército, a la vez que regulaba los gasto y acuñaba su propia moneda teniendo como única limitación la propia ley. Aunque los emires eran ya soberanos absolutos, no contaron con la condición de máxima autoridad religiosa. De ahí que el califa hiciera ostentación externa de su poder: se sentaba en un trono portando un cetro, un sello real y un báculo de bambú. El califato era hereditario y como prueba de obediencia, el nuevo califa recibía un juramento de fidelidad de la aristocracia en el momento en que era proclamado en la llamada Ceremonia de Reconocimiento.

Los reinos de taifas estaban basados preferentemente en aspectos militares y en un primer momento los distintos reyes se denominaron hayib para mantener las formas, pero pronto tomaron el nombre de Emir o Sultán (soberano), siendo frecuentes las luchas internas. Ellos salvo la taifa de Córdoba, que se rigió por un Consejo de personalidades.

La presencia de los almorávides en el siglo XI supuso un nuevo régimen instaurándose la ocupación militar del territorio. Se nombró un Walí dependiente del emir marroquí y bajo él se situaron los gobernadores de las ciudades. Por ello las cancillerías quedaron muy limitadas al desviarse las funciones de Marruecos.

El reino nazarí de Granada presentó una serie de peculiaridades: a la cabeza de la comunidad política se situaba el sultán, nombre con el que pasaron a designarse a los reyes granadinos (que han de rendir vasallaje a los reyes castellanos) pero que se rodea del mismo boato y símbolos de exteriorización de sus predecesores del califato.

Este Estado tenía carácter autocrático, al encontrarse todos los asuntos bajo la responsabilidad del califa, o del emir, existiendo la facultad de delegar parte de ese poder (por ejemplo, el caso de al-Mansur, ministro de Hakam II). Los califas hacían ostentación de su poder mediante símbolos, siendo sólo los juristas los que podían imponer un cierto control al poder del mismo.

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