3.1. Íberos, celtas y colonizadores mediterráneos
En rigor debe utilizarse el nombre de "pueblos ibéricos" y no de "pueblo ibérico", ya que nunca constituyeron una unidad política o socialmente organizada.
Las sociedades ibéricas se organizaban en tribus agrupadas en torno a familias poderosas lideradas por un régulo, príncipe o jefe militar. Junto a la aristocracia militar y propietaria, convivían campesinos y artesanos vinculados a ésta por lazos de dependencia económica.
La localización de poblados junto a las grandes vegas de los ríos, aptas para el cultivo, apuntan a la agricultura como base de la economía. Las técnicas y aperos traídos por los colonizadores favorecieron cierta prosperidad y crecimiento demográfico. Junto al trigo y la cebada ya existentes, los fenicios y los griegos traen la explotación del olivo y la vid.
Existía gran riqueza ganadera en el sur y en la meseta, sobre todo caballar (imágenes de héroes ecuestres).
La artesanía tuvo un considerable desarrollo por la influencia de fenicios y griegos, especialmente la artesanía textil turdetana, que era famosa por su calidad.
La riqueza minera de la Península Ibérica fue proverbial: oro, plata, cobre y hierro, hasta el punto de que la organización de la producción minera condicionó política y socialmente la vida. Los íberos, por otro lado, fueron hábiles trabajando el metal, como demuestra la adopción por los romanos de la espada ibérica por su calidad y eficacia.
Otra fuente de riqueza fue la pesca de atunes en el estrecho y su conservación en salazón, para su posterior comercialización.
Los celtas se establecen en el centro y norte de la península procedentes de centroeuropa hacia el 1200 a.C., como clanes guerreros organizados gentiliciamente.
Existía una fuerte jerarquización social y económica en torno a la función militar.
Desde el siglo III a.C. aparecen ya en la Península Ibérica los grandes poblados u oppida con cierto grado de desarrollo urbanístico. Son evidentes ya signos de intercambio o fusión entre las culturas ibérica y celta, hasta el punto de que el mundo grecolatino acuñó el término "celtíbero".
El primer pueblo mediterráneo en aparecer en la península fueron los fenicios hacia el siglo VIII a.C., e introdujeron técnicas metalúrgicas, de alfarería, etc., contribuyendo al surgimiento de la cultura tartésica.
Tartessos fue un reino del suroeste peninsular surgido de la síntesis de las culturas autóctonas y la de los colonizadores mediterráneos (griegos y fenicios). Su riqueza estaba en el control de los yacimientos minerales, y su auge se produjo en el siglo VII y parte del VI a.C., hasta que los cartagineses arrasaron los asentamientos urbanos de Tartessos.
Durante el siglo VI a.C., los foceos (jonios de Asia menor) fundaron colonias en el norte del mediterráneo occidental (Ampurias).
Posteriormente, los cartagineses comenzaron su expansión por la península fundando diversas colonias. Se ha llegado a pensar que los Barcas pretendían incluso fundar un reino en Hispania independiente de Cartago.
Ni la colonización griega ni la fenicia trasladaron a la península sus instituciones político-administrativas ni su ordenamiento jurídico: se limitaban a fundar factorías con fines económicos y reclutar mercenarios.
3.2. Los pueblos de España: formas de vida
En el último milenio a.C. la Península Ibérica estaba habitada por multitud de pueblos de procedencia étnica y cultural diversa. A las culturas más propiamente autóctonas hay que añadir sucesivas migraciones de pueblos centroeuropeos (celtas y germanos) y colonizaciones más orientales (griegas y fenicias).
Caro Baroja los clasificó en áreas culturales atendiendo a su ubicación geográfica y características sociales y económicas:
- Los pueblos del norte (cántabros, vascones, astures, galaicos, etc.) practicaban una economía más rudimentaria (cultivo y recolección) en parte condicionada por las condiciones climáticas y geográficas. Su aislamiento sería decisivo en la tardía romanización de estos pueblos.
- Los pueblos de la meseta central (celtíberos, carpetanos y oretanos del este, vetones al oeste) practicaban una economía basada en la agricultura y la ganadería, con asentamientos de mayor consideración y un incipiente urbanismo.
En la zona noroccidental se localizaban los vacceos, quienes practicaban una forma de explotación colectivista de la tierra.
Determinados historiadores supusieron que esta forma de explotación era un precedente del colectivismo agrario y que formaba parte de una etapa o estado inicial y primitivo de la evolución del derecho de propiedad en los pueblos antiguos, por cuanto se repartían los frutos del cultivo de la tierra entre todos. Pero no hay base para pensar en ello.
De hecho los textos no afirman que el reparto sea igualitario entre todos los habitantes o que todos tengan que cultivar la tierra; por el contrario, la referencia al castigo de aquellos campesinos que ocultasen la cosecha podían presuponer que no todos los miembros de la tribu eran cultivadores. También es probable que el reparto no se hiciera entre todos ni por partes iguales. Cabe la posibilidad de que los lotes se adjudicaran a los varones jefes de clanes o familias en proporción al número de miembros. Tampoco sabemos si los frutos se repartían igualmente o en función de criterios de prestigio o poder social. En todo caso, la pena de muerte por la ocultación de frutos demuestra que dicho reparto no era demasiado bien admitido por los campesinos.
A) Los pueblos del área oriental o ibérica
Varios son los pueblos que habitaron la franja oriental de la Península: cosetanos e indigetes (Tarragona y Ampurdán), jacetanos (Jaca), contestanos (Alicante), bastetanos (Baza), etc. Presentaban una economía más desarrollada a consecuencia del estímulo de la colonización griega, fenicia e itálica.
B) Los pueblos meridionales. Los turdetanos y Tartessos
El sur peninsular fue más rico y productivo debido a la cantidad y calidad de los yacimientos de hierro y cobre allí ubicados. Seguramente el legendario imperio de Tartessos regido por Habis, surgió a consecuencia de tales riquezas, situando su capital en la actual desembocadura del Tinto y del Odiel, para controlar y proteger el acceso a los yacimientos a cielo abierto; pero su destrucción terminó por convertirlo en un mito.