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3.1. La implantación de las instituciones y de las políticas europeas

La creación de las tres Comunidades fue considerada por los federalistas como el inicio de una nueva era que conduciría a la ansiada unidad política. Sin embargo, cuando las Instituciones empezaron a funcionar resultó evidente que los Tratados no respondían a tales expectativas. Paradigmático resulta el caso del primer Presidente de la Comisión de la Comunidad Económica Europea, Walter HALLSTEIN. Ferviente federalista y admirador de MONNET, al tomar posesión de su cargo se percató de las escasas competencias que los Tratados conferían a la Comisión, no obstante lo cual se entregó a un activismo político que desbordaba los estrechos límites que los Estados habían establecido para esa Institución, atrayéndose en última instancia su ira. Ciertamente, el Tratado de la Comunidad Económica Europea, fuera de las concretas previsiones generales sobre intenciones y objetivos a alcanzar que, en la creencia de HALLSTEIN, debían ser concretados por la Comisión, a la que caracterizó con la feliz expresión de "guardiana de los Tratados", en un sentido igualmente positivo.

La actuación de la Comunidad Económica Europea en el ámbito de la política económica era inapreciable, mientras que en el caso de la energía y el transporte el Tratado era tan genérico que no proporcionaba medios de intervención. Distinto era el caso de la política de competencia, cuya ejecución los Tratados encomendaban fundamentalmente a la Comisión. En lo que respecta a la política industrial, el proceder de HALLSTEIN, es significativo: creó una Dirección General en el seno de la Comisión, a pesar de no tener un mandato preciso ni un contenido competencial que lo justificase. Sentó igualmente las bases para la acción en investigación y desarrollo, en política social y en política regional. Toda esta filosofía de actuación suponía un intervencionismo que había de conciliar con el liberalismo que regía el Tratado.

Pero la actuación más compleja fue la creación efectiva de la Política Agrícola Común. Su inclusión en el Tratado fue una clara concesión a la agricultura francesa, que a finales de los cincuenta, gracias a generosas ayudas estatales, producía más de lo que el propio país podía consumir. Francia se encontraba entonces en la necesidad de exportar a mercados con elevados precios garantizados o continuar con subvenciones a la producción. La cuadratura del círculo la proporcionó la Política Agrícola Común, que en el seno del mercado común permitía colocar los productos agrícolas en el mercado alemán, evitando la competencia internacional más barata de Estados Unidos. El reto para la Comisión fue configurar una PAC que garantizase a los agricultores un nivel de vida adecuado, que no generase excesiva sobreexplotación y que no enemistase a los socios comerciales de la Comunidad. La intención de la Comisión era conciliar el principio de libre mercado que inspiraba al Tratado y una intervención sobre el mercado agrícola que incluyese precios preestablecidos, ventas garantizadas para los productos básicos y un sistema de exacciones sobre las importaciones agrícolas basado en la diferencia de precios más bajos de los productos internacionales y los más altos de los comunitarios. La clave radicaba, pues, en la determinación de los precios, tarea que Francia luchó por encomendar al Consejo, foro en el que se escenificaron en años sucesivos tensas negociaciones políticas, principalmente entre Francia y Alemania. Para cuando la intervención de la Comisión se mostraba necesaria se instituyó un Comité especial de Agricultura, integrado por representantes de los Estados miembros, encargado de asesorar y controlar a aquella en las competencias que el Consejo atribuía a la Comisión. Nacía así lo que se ha dado en llamar la "Comitología".

El resultado de toda esta actividad fue la necesidad de erigir una auténtica Administración en el seno de la Comisión, dotada de un personal a su servicio con un régimen jurídico adecuado que garantizase la independencia de los funcionarios. Al mismo tiempo, se imponía la oportunidad de racionalizar la estructura de las Instituciones integradas de Consejo y Comisión, procediendo a la fusión de las tres que en cada caso existían para las respectivas Comunidades, lo cual no se logró hasta el Tratado de Bruselas de 1965.

La Comisión se vio apoyada en esta época por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, que formuló alguno de los grandes principios jurídicos del proceso de integración europea. Así, en 1963 en el asunto Van Gend en Loos consideró que los tratados no pueden ser comprendidos como meros acuerdos intergubernamentales y las competencias europeas no pueden ser legitimadas exclusivamente en términos de Derecho internacional, consagrando el efecto directo del Derecho Comunitario. Por su parte, en 1964 expresó rotundamente, en la sentencia Costa v. ENEL, la peculiaridad de las Comunidades Europeas al afirmar la primacía del Derecho comunitario sobre el Derecho nacional sobra la base de que los Estados miembros habían transferido de forma definitiva derechos de soberanía a las Comunidades, por lo que el Derecho comunitario no podía ser derogado o modificado por el Derecho nacional. Se trataba de pronunciamientos tan audaces como transcendentales para la consolidación de4 las Comunidades y de su Ordenamiento jurídico y resulta significativo el general rechazo inicial a los principios de eficacia directa y de primacía por los Estados miembros.

3.2. Del veto francés a la crisis de la "silla vacía"

A) El primer, veto francés a la adhesión del Reino Unido (1963) y el Plan Fouchet

Mientras las Comunidades empezaban su desarrollo, el contexto europeo e internacional cambiaba. La crisis de Suez de 1956 hizo que Gran Bretaña fuera consciente de que había dejado de ser una superpotencia, al tiempo que se evidenciaba que ni la Commonwealth ni la Asociación Europea de Libre Comercio podían ser una alternativa viable al comercio británico. En 1961, el Primer Ministro McMillan presentó formalmente la solicitud británica de adhesión a las Comunidades, junto con Dinamarca, Irlanda y Noruega. Las negociaciones terminaron abruptamente cuando, de forma inesperada, en una conferencia de prensa el 14 de enero de 1963 el General De Gaulle vetó la entrada del Reino Unido. Esta actuación unilateral francesa sorprendió al resto de socios y a la Comisión, siendo considerada por Hallstein ante la Asamblea Parlamentaria como la primera crisis de las Comunidades. La motivación del General De Gaulle radicaba, por una parte, en su interés por no perder el liderazgo político sobra las Comunidades, liderazgo que debería ser compartido con el Reino Unido de verificarse su adhesión, aparte de considerar a ese país más proclive a los Estados Unidos que a los exclusivos intereses europeos. Por otra parte, el veto francés era consecuencia de la concepción que De Gaulle tenía tanto de la integración europea como de las recién creadas Comunidades.

De Gaulle siempre se había mostrado reacio a toda cesión de soberanía en beneficio de una instancia supranacional y había abogado siempre por lo que denominaba "Europa de las Patrias", donde los Jefes de Estado y de Gobierno dirigiesen, conforme a los clásicos modelos intergubernamentales, la cooperación política entre Estados. Esta idea se plasmó en los conocidos como "Planes Fouchet". El 11 de febrero de 1961, los Jefes de Estado y de Gobierno, reunidos en París, encargaron a una Comisión de Estudios la tarea de presentar proposiciones concretas sobre la construcción política europea, encomienda que fue ratificada con la Declaración de Bad Godesberg, realizada en Bonn el 18 de julio del mismo año por los mismos protagonistas y en la que afirmaban su decisión de "dar forma a la voluntad de unión política, ya implícita en los Tratados que han instituido las Comunidades Europeas". Por tanto, los citados Planes no fueron una iniciativa unilateral francesa, como en ocasiones se considera erróneamente.

Lo que se conoce como "Fouchet I" es un documento presentado el 19 de octubre de 1961 que proponía la cración de una "Unión de Estados", de la que se eliminarían todos los elementos supranacionales. Dicha Unión era caracterizada como una organización internacional de cooperación política intergubernamental que englobaría, a las Comunidades ya creadas y debidamente reconvertidas. En suma, una tutela intergubernamental a la integración supranacional. Probablemente Fouchet I sea la plasmación más acabada de una articulación intergubernamental del proceso de integración europea. Las reacciones negativas del resto de Estados obligaron a elaborar un nuevo documento "Fouchet II" el 4 de diciembre de 1961, en el que se hacían concesiones al resto de Estados, como la vinculación de la política de defensa a la OTAN y el reconocimiento expreso de determinados elementos comunitarios. No obstante, este nuevo Plan no satisfizo ni a uno ni a otros. El canto del cisne de la Comisión de estudios fue "Fouchet III", de 18 de enero de 1962, que suponía una vuelta a Fouchet I.

Lo de menos, era que estas iniciativas de inspiración francesa implicasen además una revisión de los Tratados constitutivos de las Comunidades a la luz de esa filosofía intergubernamental. Aunque los planes fueron neutralizados por el enérgico rechazo de países como Holanda y Bélgica, pronto la batalla se desencadenó en el propio seno del sistema institucional comunitario.

B) La "crisis de la silla vacía" y el compromiso de Luxemburgo

En la perspectiva de una negociación mundial de reducción de aranceles en el seno del GATT, vista con buenos ojos por el nuevo Canciller Federal Ludwig Erhard, deseoso de facilitar el comercio de bienes alemanes a Estados Unidos, en diciembre de 1964 se consiguió el difícil acuerdo para un precio común del grano en el seno de la Política Agrícola Común, precio que era esencial para los intereses franceses. Sin embargo, dos fechas estaban marcadas en rojo en el calendario comunitario. La primera, el 30 de junio de 1965, cuando expiraba el provisional sistema de financiación de la PAC y era preciso aprobar otro. El segundo, el 1 de enero de 1966, cuando terminaría la segunda fase del período transitorio fijado en el Tratado CEE y se extendería el voto por mayoría cualificada a ámbitos como la PAC. En abril de 1965, la Comisión presentó una propuesta que suponía la instauración de un sistema de recursos propios, unido a un aumento competencial en el procedimiento presupuestario directamente de la Asamblea e indirectamente de la Comisión. En realidad, tal sistema estaba previsto que se implantara en 1970, al finalizar la tercera fase del período transitorio, pero Halltein optó por adelantarlo para reforzar el peso específico de la Comisión.

La propuesta no fue bien acogida en ninguna cancillería, pero los plazos eran imperiosos y se imponía un acuerdo que no se presentaba fácil. Cuando el 30 de junio de 1965 se reunió el Consejo de Ministros, las posiciones estaban encontradas. Una de las prácticas negociadoras europeas es lo que se denomina "parar el reloj", de forma que se continúa negociando en horas o días posteriores al plazo fijado, hasta que se alcanza un acuerdo que se considera, no obstante, adoptado dentro de dicho plazo. Pues bien, cuando se llegó a la medianoche de ese día, ante la sorpresa de los allí presentes, el Ministro francés Couve de Murville, que presidía la reunión, la dio por concluida sin haber alcanzado ningún acuerdo y abandonó la sala. El significado de tal actitud no se explicó hasta que el General De Gaulle dio una conferencia de prensa el 9 de septiembre. Acusando al resto de socios de no haber querido lograr un acuerdo de financiación sobre un tema tan vital para Francia como la PAC, sus ataques e invectivas se dirigieron inmediatamente contra el carácter supranacional de las Comunidades, concretado en la Comisión, a la que no ahorró descalificativos y en el futuro sistema de adopción de acuerdos por mayoría cualificada. Francia pretendía, pues, una revisión de conjunto de los Tratados y mientras tanto su representante no acudiría a las sesiones del Consejo, quedando su "silla" vacía.

Jurídicamente nada impedía que el Consejo siguiera actuand9o, pero políticamente los cinco socios prefirieron negociar para solucionar esta crisis sin precedente y que se dirigía contra el mismo corazón del sistema institucional comunitario. La salida se encontró en el conocido como compromiso de Luxemburgo, acuerdo político en virtud del cual cuando en el seno del Consejo un Estado invocase que un asunto que se pretende someter a votación por mayoría cualificada para su adopción, afecta a intereses nacionales que considera muy importantes, entonces no se procederá a tal votación, sino que se seguirá negociando hasta que se encuentre una posición satisfactoria para todos los Estados que pueda ya sí ser votada. Es decir, aunque un asunto jurídicamente debería ser adoptado por mayoría cualificada, en virtud de este compromiso de facto pasará a ser adoptado por unanimidad si un Estado alega que están en juego intereses esenciales para él.

Este "compromiso" no fue sino un Acuerdo adoptado por el Consejo el 29 de enero de 1966. La literalidad del mismo establece que cuando, en el caso de decisiones susceptibles de ser adoptadas por mayoría, a propuesta de la Comisión, intereses importantes de uno o varios socios se encuentren en juego, "los miembros del Consejo se esforzarán, en un plazo razonable, por llegar a soluciones que puedan ser adoptadas por los miembros del Consejo, respetando sus intereses mutuos y los de la Comunidad". Tal es el contenido esencial del Acuerdo. Posteriormente viene una declaración unilateral de Francia, que considera que "cuando se trate de intereses muy importantes, la discusión deberá continuarse hasta que se alcance un acuerdo unánime". Prueba de que se trataba de un acuerdo circunstancial, pero con vocación de futuro, a continuación se recoge expresamente que los Estados no coincidían en la solución a dar en el caso de que no se alcanzara unanimidad final en la discusión, pudiendo teóricamente eternizarse ad calendas graecas. El último punto del Acuerdo hace caso omiso de este desacuerdo, que consideran no impide terminar la crisis y retomar el funcionamiento normal de las Instituciones.

La técnica de la mayoría cualificada no fue la única víctima de la crisis de la silla vacía. Los efectos nocivos se extendieron igualmente a la Comisión, suponiendo a la postre el fin de la presidencia de Hallstein. A partir de entonces la función de la Comisión se vería notablemente reducida y su papel en el liderazgo del proceso de integración subordinado al de los Estados miembros. Francia mostró que si bien el proceso de integración quizás no iba a consistir en lo que ella quería, con seguridad no iba a ser lo que ella no quería. El resto de países tomaron nota de la lección para aplicarla cuando les llegase su hora. Todo ello quedó evidenciado nuevamente en 1967 en un nuevo veto unilateral francés a otra solicitud de adhesión británica. La Francia de De Gaulle pretendió sacar el mayor partido posible al proceso de integración, utilizando su hegemonía sobre las Comunidades como medio para reafirmar su papel en el mundo. Se entiende, pues, que el veto de 1963 fuese el preludio de la crisis de 1965. Y es que, en ambas ocasiones, los puntos esenciales en cuestión concernían a la clase de Europa que estaba construyendo y en ambos supuestos el liderazgo francés sobre el continente parecía amenazado. En 1963 la diferencia en la concepción de Europa se refería a la orientación externa de la Comunidad: a ojos del General De Gaulle, Gran Bretaña era un caballo de Troya que, una vez dentro, buscaría asegurarse que la Comunidad se mantenía en una poco saludable estrecha relación con Estados Unidos. Mientras que en 1965 la crisis fue mucho más profunda porque la diferencia de concepción se refería a la naturaleza de la Comunidad y el reto al liderazgo francés venía de un foráneo al que se le podía denegar la entrada sino del proceso mismo de integración comunitaria.

La crisis de la silla vacía marcó el final de la etapa fundacional, en la que el pujante ideal federalista y supranacionalista de los orígenes, modulado en los Tratados de Roma, se replegaría en sus conquistas, lamiendo sus heridas en la poco propicia década siguiente, para renacer con nuevos bríos con posterioridad en un contexto económico y político más adecuado.

3.3. La década de los setenta

El europesimismo y la desorientación causados por la crisis de 1965, la desaparición del liderazgo de Monnet y Hallstein de la escena europea y la falta de acuerdo en cuestiones institucionales y presupuestarias comunitarias dibujaban un sombrío futuro en el horizonte europeo. Con el fin de impulsar de nuevo el proceso de integración de cara a la nueva década, se convocó la Conferencia de La Haya (1-2 diciembre 1969), cuya agenda giró alrededor del triple objetivo de completar, profundizar y ampliar la construcción comunitaria.

En lo que respecta al primer aspecto, la Conferencia decidió dar el paso del período transitorio a la considerada entonces fase definitiva de las Comunidades Europeas. El principal acuerdo afectó al presupuesto europeo, sobre el que se alcanzó finalmente un pacto financiero en virtud del cual se sustituían las anteriores contribuciones financieras de los Estados miembros por un nuevo sistema de recursos propios de las Comunidades, constituyendo el marco financiero que regiría el proceso de integración hasta 1985. El presupuesto se nutriría, fundamentalmente, de las exacciones agrícolas sobre las importaciones y de los aranceles sobre las importaciones industriales. Sin embargo, estos ingresos eran claramente insuficientes para lograr un presupuesto equilibrado, debido a lo cual se previó, además, la aplicación de un tipo único a la base imponible del IVA, cuyo importe los Estados abonarían directamente al presupuesto comunitario. Pero junto a este marco financiero general, se llegó a un acuerdo político para la definitiva financiación agrícola.

La profundización del proceso de integración se concretó en la propuesta de una Unión Económica y Monetaria, si bien como objetivo más o menos difuso en el tiempo. La primera medida fue el establecimiento de una cooperación monetaria entre los Bancos Centrales de los Estados miembros. Pero la acción más audaz fue plasmada en el conocido como "Informe Werner", de 16 de octubre de 1970, en el que se propugnaba el establecimiento de una moneda común, la convertibilidad de las monedas nacionales con paridades fijas y, como colofón, la implantación de una auténtica política común económica, que contaría, entre otros instrumentos, con un sistema comunitario de Bancos Centrales. Los impulsos políticos quedaron en nada al estallar la crisis económica de 1972.

El último objetivo de la Conferencia de La Haya fue la ampliación de las Comunidades. Por un lado, se fijaron los principios políticos relativos a las futuras adhesiones, principalmente la aceptación de los Tratados y de sus finalidades políticas, el sometimiento al acervo comunitario y el respeto a las opciones asumidas en el ámbito de la cooperación al desarrollo. Por otro, se desbloqueó el camino para la adhesión del Reino Unido.

A) La primera ampliación

La década de los setenta empezó con signos favorables para el proceso de integración. La unión aduanera, prevista su entrada en vigor para el primer día de la década, se había en realidad adelantado muchos meses y con ella un nuevo acuerdo financiero. De esta manera la financiación de la Política Agrícola Común estaba asegurada y se podían estudiar nuevos campos de acción. Al mismo tiempo, una nueva solicitud de adhesión británica fue esta vez bien acogida por el nuevo Presidente de la República francesa, Georges Pompidou, quien pensaba contrapesar así lo que consideró tentación alemana de traducir politicamente su peso económico. En 1973 se produjo la efectiva incorporación del Reino Unido, Irlanda y Dinamarca, tras la firma y ratificación de sus Tratados de adhesión el año anterior. La Europa de los seis devenía la Europa de los nueve. Se precisó la adaptación del sistema institucional, se asimiló una economía como la británica, mientras que su imperio colonial fue asociado en la nueva Política Comunitaria de Cooperación al Desarrollo.

No obstante, la incorporación británica fue traumática, alienándose en última instancia las simpatías del resto de socios. La llegada al poder de entonces euroescéptico Partido Laborista en 1974 supuso el replanteamiento del Gobierno británico de su recién estrenada condición de miembro de la Comunidad. Las reivindicaciones se centraron en el desequilibrio de la aportación británica al presupuesto europeo, tema de discusión durante casi una década. El problema radicaba en que el Reino Unido importaba más que nadie productos extracomunitarios, al tiempo que su sector agrícola era muy reducido, por lo que obtenía menos del presupuesto europeo. Desde el inicio se acordó la necesidad de establecer un mecanismo presupuestario corrector de la aportación británica, argumento decisivo en la victoria del referéndum de junio de 1975 sobre la continuidad de la pertenencia británica a las Comunidades. En dicha campaña el líder del Partido Conservador, Margaret Thatcher, se mostró favorable a las Comunidades, aunque eso no le impidió que, al convertirse en Primer Ministro en 1979, replantease directamente la aportación británica al presupuesto comunitario y que cuestionase indirectamente la distribución del mismo. La solución permanente final no llegó hasta 1984, cuando lo que se conoce como "el cheque británico" garantizó una devolución porcentual al Reino Unido.

B) La evolución institucional de las Comunidades

Desde el punto de vista institucional, la Comisión había salido muy debilitada de la crisis de la silla vacía, por lo que el relevo en el liderazgo del proceso de integración lo tomaron los Estados miembros a través de un nuevo foro extraño al sistema institucional comunitario: las cumbres, continuadas ya regularmente tres veces al año a través del Consejo Europeo desde 1974. Desde esta nueva atalaya, los Jefes de Estado o de Gobierno van no sólo a dirigir la integración comunitaria sino también a encauzar una cooperación política europea que había quedado fuera de aquella. Las suspicacias de los pequeños Estados, que temían la constitución de una suerte de Directorio de los grandes, sólo se vieron mitigadas cuando este órgano se vio privado de capacidad jurídica decisoria, respetando así las competencias de la Comisión en el pro0ceso decisorio, aunque su presencia en el Consejo Europeo no le fue permitida hasta finales de la década.

Si los intergubernamentalistas saludaron la aparición del Consejo Europeo, los supranacionalistas centraron sus esfuerzos en el reforzamiento del Parlamento Europeo, cuya legitimidad democrática se vería fortalecida por la elección directa de sus miembros. Las primeras elecciones no tendrían lugar hasta junio de 1979, pero supusieron una transformación cualitativa de la Institución, que a partir de entonces se situó en la vanguardia de las propuestas de integración.

C) La crisis económica y su repercusión sobre el mercado común y las políticas comunitarias

En 1973 se truncó el ininterrumpido crecimiento económico empezado en la posguerra por la crisis monetaria internacional y la crisis de la energía debida a la escalada de precios del petróleo, cuyas consecuencias fueron recesión, desempleo e inflación. La primera víctima fue una proyectada Unión Monetaria Europea, pues en tal contexto los Estados se negaron a cualquier tipo de transferencia de competencias económicas en beneficio de las Comunidades. La segunda víctima fue el libre comercio, soslayado en beneficio de una política proteccionista no sólo de los Estados entre sí sino también de las propias Comunidades frente al exterior. Con respecto a lo primero, los Estados, de una parte, procedieron sistemáticamente a conceder ayudas que distorsionaban la competencia pero que justificaban ante la Comisión por razones políticas y, de otra, facilitaron la proliferación de barreras no arancelarias: regulaciones estatales sobre seguridad, salud pública o medio ambiente que los Estados utilizaron para impedir la libre circulación de mercancías que no las respetasen. La Comisión, entonces, se empeño en una ardua tarea de armonizar mediante Directivas tales regulaciones, encontrando poca colaboración en los Estados. Pero también desde las Comunidades se procedió a una intervención en mercados europeos en crisis por la competencia exterior, especialmente en el sector textil y el del acero. Surge así la política industrial europea, que los Estados accedieron a comunitarizar para hacer frente a la crisis a escala europea por su incapacidad de hacerlo a escala nacional, y que sirvió a la Comisión para extender su actuación a otros ámbitos.

Una de las consecuencias de la primera ampliación fue la efectiva implantación de la Política regional, articulada a través del Fondo Europeo de Desarrollo Regional, del que los principales beneficiarios fueron Italia, Reino Unido y Francia. Un especial impulso político recibió la Política social, concretado en un programa de acción social elaborado por la Comisión y adoptado por el Consejo en 1974, pero la crisis económica impidió dar credibilidad al Fondo Social Europeo previsto en el Tratado y el Consejo se limitó a una actividad legislativa puntual y a la creación de las primeras Agencias europeas en las que articular la participación de los sectores implicados: la Fundación para la Mejora de las Condiciones de Vida y de Trabajo y el Centro para el Desarrollo de la Formación Profesional. También y a pesar de una falta evidente de base jurídica, se aprobó el Primer Programa de Medio Ambiente.

D) La cooperación política europea

La dimensión política de la integración europea quedó aparcada tras el estruendoso fracaso de la Comunidad Europea de Defensa, aunque no por ello olvidada, ya como medio de avanzar en dicha integración, ya como expresión de una concepción alternativa basada en la cooperación intergubernamental. Éste fue el caso del Plan Fouchet en 1961, que fracasó igualmente por la amplitud de contenidos que pretendió dar a la cooperación política, por no deslindar adecuadamente lo político y lo comunitario y por la supeditación de lo supranacional a lo intergubernamental. Todo ello unido provocó el rechazo frontal de los Estados pequeños.

La Conferencia de La Haya retomó tímidamente el objetivo de progresar en el ámbito de la unificación política, desde la perspectiva de la futura e inminente adhesión del Reino Unido. La primera concreción fue, en 1970, el Informe Davignon, que sentó las bases de cooperación política europea y limitó su contenido a las relaciones exteriores, propugnando, mediante una información y consultas regulares, una concertación en materia de política exterior y, eventualmente, la adopción de acciones comunes. Con tal fin, se decidió la reunión dos veces al año de los Ministros de Asuntos Exteriores o, si las circunstancias o las cuestiones lo requiriesen, de los Jefes de Estado o de Gobierno. Además, se convino la creación de un "Comité Político" que, integrado por los Directores de Asuntos Políticos de los Ministerios de Asuntos Exteriores de los Estados miembros, se reunirían cuatro veces al año para preparar las reuniones semestrales de los Ministros de Asuntos Exteriores. Finalmente, se aventuraban puentes con las Comunidades al señalar, por un lado, la conveniencia de recabar el parecer de la Comisión Europea si se veían afectadas las Comunidades y, por otro, la oportunidad de coloquios informales entre los Ministros de Asuntos Exteriores y la Comisión Política del Parlamento Europeo.

Posteriormente, el Informe de Copenhague, de 23 de julio de 1973, instauró una "colegialidad europea" en materia política que se tradujo en una obligación de concertación, según la cual "cada Estado se compromete, como regla general, a no fijar definitivamente su propia posición sin haber consultado a sus socios". Además, los Ministros de Asuntos Exteriores se reunirían al menos cuatro veces al año y el Comité Político, una vez al mes. Pero incluso se establecen mecanismos para mejorar la cooperación administrativa en este ámbito. Por un lado, se crea el "grupo de corresponsables europeos", compuesto por funcionarios nacionales de los Ministerios de Asuntos Exteriores que, con la ayuda de expertos, prepararían las reuniones del Comité Político. Por otro, se organizaba un grupo especial de análisis e investigación.

3.4. El Acta Única Europea (1986)

El principal objetivo del Acta Única Europea fue la revitalización del mercado común europeo que, dado el proteccionismo de los años setenta, había devenido menos competitivo que los mercados norteamericano, japonés y asiático. El escaso crecimiento económico europeo respecto a dichas economías exigía nuevas actuaciones que la Comisión, revitalizada por el nuevo liderazgo de Jacques Delors, había adelantado en el Libro Blanco "La consecución del Mercado Interior" de 1985 para avanzar en la integración económica como medio para llegar a la Unión Europea. El Libro Blanco se fundamentaba en la jurisprudencia Cassis de Dijon de 1979, en la que el Tribunal de Justicia había desactivado en gran medida las distorsiones provocadas por las medidas de efecto equivalente y las barreras técnicas, al limitar drásticamente el no reconocimiento de las disposiciones nacionales de producción de forma que, salvo por invocación de la seguridad e higiene, a un producto elaborado en un Estado miembro conforme a su regulación nacional no le puede ser impedida su comercialización en otro Estado miembro. Esta jurisprudencia permitió a la Comisión soslayar el concepto y la ardua y limitada tarea de armonización en beneficio del principio de reconocimiento mutuo y de equivalencia. En última instancia, el Libro Blanco respondiía además a una filosofía de integración negativa en la que la desregulación era considerada una panacea económica.

El Acta Única Europea supuso, asimismo, un incremento competencial considerable por una doble vía. Por un lado, introducción del art. 95 TCE que permite a la Comunidad adoptar "las medidas relativas a la aproximación de las disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados miembros que tengan por objeto el establecimiento y el funcionamiento del mercado interior", con la nota trascendental de que las decisiones se adoptarán no por unanimidad sino por mayoría cualificada. Por otro, consagración de acciones comunitarias que hasta entonces se habían basado en la extensión competencial del entonces art. 235, como es el caso de la política medioambiental, la política regional o la política de investigación y desarrollo tecnológico. Mención singular merece la política de cohesión, que recibió un fuerte impulso político y económico a través de los Fondos Estructurales, que en una dificil negociación posterior vieron su montante duplicado en beneficio de países como Portugal, Italia, Irlanda, Grecia o España.

Desde la perspectiva institucional, el Acta Única Europea reforzó el papel tanto del Parlamento como de la Comisión. En el primer caso, se potenció la intervención el Parlamento Europeo en el proceso legislativo mediante la configuración del denominado procedimiento de cooperació, que en realidad no iba más allá de una doble intervención de esta Institución antes de la adopción final por el Consejo, aunque éste se reservaba la capacidad de decisión última. En lo tocante a la Comisión, la reforma pasó más desapercibida, aunque reforzó decisivamente sus competencias ejecutivas en detrimento del Consejo, pues la nueva redacción al art. 145 del Tratado de la Comunidad Europea significaba que la Comisión se beneficiaría de un poder de ejecución general, si bien de naturaleza delegada, de carácter residual y de carácter subordinado.

Pero el Acta Única también es importante por la formalización por vez primera en los Tratados de la cooperación política europea que se había desarrollado durante la década de los setenta fuera del marco comunitario. De esta forma, se fue creando un "acervo" político europeo que el Acta Única en 1986 no hizo sino codificar en su Título III: "Disposiciones sobre la Cooperación Europea en materia de política exterior".

Esta dualidad de contenido del Acta Única Europea, así como su intencionalidad integradora última, erigen esta reforma de los Tratados en un hito ambivalente del proceso de integración pues, de una parte, significó la plena realización de los objetivos de las Comunidades mediante la consecución del mercado único europeo pero, por otra, sentaba las bases para trascender el marco comunitario a través de una mutación cualitativa que conduciría a la creación de la Unión Europea.

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