La primera condición para que exista un verdadero mercado, según el modelo teórico patrocinado por los economistas clásicos, presupone que todas las empresas interesadas en concurrir a él están ofreciendo a los consumidores bienes suficientemente intercambiables o sustituibles entre sí (homogeneidad del producto). En segundo lugar, es necesario también que en tal oferta de bienes y servicios participe efectivamente un número apreciable de operadores, ninguno de los cuales se encuentre en una posición dominante respecto de los demás, ni en condiciones de influir por sí solo sobre las decisiones del consumidor (atomicidad del mercado). En tercer lugar, quienes pretendan acceder al mercado, ofreciendo parecidas o nuevas prestaciones, han de poder hacerlo en condiciones de práctica igualdad y sin soportar costes mayores que los operadores ya instalados (ausencia de barreras de entrada).
Este modelo del funcionamiento ideal del tráfico patrimonial, articulado a través de muchas empresas autónomas, es un esquema teórico que pocas veces coincide con la realidad.
A la vista de la falta de correspondencia real del modelo descrito, compete al Derecho, a través de la disciplina de la actividad publicitaria, mediante el establecimiento de la exclusividad de ciertos signos distintivos e invenciones merecedoras de protección, asegurar la parte legítima de aquella diferenciación e innovación, sin mengua de permitir la multiplicación, la copia o la imitación, allí donde el reconocimiento de falsos derechos absolutos o la proliferación de exclusivas comerciales e industriales discutibles empobrece las alternativas del consumidor.