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A)Noción y funciones del capital social

El art. 1 LSC no solo enumera los diferentes tipos sociales que responden a la caracterización de las sociedades de capital, sino que también viene a definir cada uno de ellos. Si se repasa tanto la noción legal de SL como la de SA o la de la SCA podrá constatarse como entre todas ellas media la nota común de la presencia de un capital.

El capital, a estos efectos encierra un concepto técnico-jurídico que no ha de ser confundido con su mera acepción económica o vulgar. El capital no indica, de por si, ninguna realidad patrimonial o dineraria que sea susceptible de evaluación económica. El capital, en este contexto, ha de entenderse en su estricto significado jurídico.

Así, el capital no es más que una cifra matemática que, debiendo quedar fijada en los estatutos sociales, se convierte en el modulo que permite resolver diferentes problemas que requieren una cuantificación o medida en la estructura de la sociedad. Es, como señalara la mejor doctrina, una cifra abstracta, no evaluable en sentido económico, carente, de todo significado patrimonial y económico.

Este concepto jurídico de capital está llamado a cumplir, básicamente, dos funciones del máximo interés para el Derecho.

En primer lugar, el capital atiende una función interna, en el sentido de que es el módulo o criterio de referencia para determinar la posición del socio en la sociedad de capital.

El texto legal advierte tal función de modo expreso (art. 1. 2, 3 y 4 LSC), Pues destaca que el capital se divide en participaciones o en acciones. De modo, el socio con la asunción o suscripción de estas participaciones o acciones viene a adquiere tal condición como socio, quedando delimitado, a la vez, su grado de participación en la sociedad y, por tanto, su estatus y la intensidad de los derechos que se le atribuyen.

La intensidad del poder de voto que queda corresponder a cada socio, la cuantía del dividendo acordado que ha de satisfacer a cada uno se ellos, el número de acciones o de participaciones que pueda suscribir con carácter preferente en los supuestos de ampliación del capital social, etc, vienen determinados en tazón de la participación que el socio tenga en el capital social. Esta regla general ha de ser, no obstante, matizada, en el sentido de que nuestro Derecho positivo, partiendo y afirmando la vigencia de esta función interna del capital social, permite modular su alcance a través de pactos en estatutos que alteran una regla de proporcionalidad pura (art. 95 LSC), bien respecto de algunos socios.

Junto con lo anterior, es tradicional advertir que el capital social también atiende una función externa, en cuanto que actuará como cifra de retención sobre el movimiento patrimonial de la sociedad.

Debe recordarse que, en las sociedades de capital lo socios no responden de las deudas sociales. Ello acarrea la necesidad de que se dispongan distintas consecuencias con las que quiera buscarse una protección o garantía a favor de los terceros que se relacionan con la sociedad titularan sus créditos frente a ella.

En tal contexto, el capital social también aparece como un instrumento defensa de los intereses de terceros, pues tal cifra opera como límite a la libre formación y disposición del patrimonio social. Desde este punto de vista, el capital actúa como una suerte de garantía a favor de los terceros, de manera que en el pasivo contable de la sociedad debe anotarse tal cifra del capital social.

Esta exigencia manifiesta sus consecuencias en dos momentos diferentes. En primer lugar, en el momento constitutivo o fundacional de la sociedad de capital, pues la afirmación de una cifra estatuaria de capital implica necesariamente que habrá de disponerse de un patrimonio social en tal momento que, al menos, sea igual que la cifra expresada como capital social. En el momento fundacional, los socios con su suscripción de las participaciones o de las acciones han asumido una obligación a la que han de dar cumplimiento y que no es otra que la de realizar una aportación a favor de la sociedad. El importe de la aportación que, como consecuencia de la suscripción, han de realizar los socios no podrá ser, en ningún caso, inferior al valor nominal de las participaciones o acciones que suscribe (art. 59.2 LSC). Dado que el valor nominal no es más que el resultado de dividir la cifra del capital social por el número de participaciones o acciones emitidas, se entenderá que la suma de todas las aportaciones sea, al menos, igual que la cifra del capital social.

De otra parte, y durante la vida social, la cifra del capital social también actúa como mecanismo de retención del movimiento patrimonial. En efecto, dado que tal cifra de capital requiere su configuración como un pasivo contable que ha de tener su correlato en el activo, la sociedad no deberá disponer libremente de su patrimonio de modo que la cifra de capital deje de tener tal cobertura patrimonial. Esta exigencia no significa una prohibición absoluta, de modo que los terceros no puedan obtener la satisfacción de sus créditos con cargo al patrimonio social, incluso respecto de aquella parte destinada a la cobertura efectiva de la cifra de capital. La exigencia legal es otra, pues sobre la sociedad recae el deber de mantener tal cobertura patrimonial de la cifra de capital, de manera que en sus decisiones deberá respetarse tal limite. De este modo, la adopción de decisiones se sujeta a un límite imperativo, pues no podrá arrastrar al resultado de que el patrimonio neto resulte ser inferior a la cifra del capital social (art. 273.2 LSC).

De una u otra manera, tanto en el momento fundacional de la sociedad como durante la vida social, el capital viene a actuar como una garantía a favor de los terceros acreedores, reservando o intentando reservar, una fracción del patrimonio social en su favor.

No obstante lo anterior, y sin poder dudar de la función externa que está llamado cumplir el capital social en la LSC, desde hace tiempo se viene dudando de la aptitud de la técnica del capital social para atender una tutela, siquiera mínima, de los terceros que con la sociedad se relacionaran. En este sentido, se han propuesto diversas soluciones técnicas que, eliminando las rigideces que pudieran derivarse de esta función externa del capital social, aportaran, también, un mayor grado de eficacia práctica. Sin embargo, este tipo de respuestas técnicas no han encontrado acogida en nuestro Derecho.

Junto con las anteriores, cabe también cuestionarse si el capital no ha de atender, igualmente, una función de explotación.

Recuérdese que las aportaciones que hicieran los socios, como consecuencia de la suscripción o asunción de las acciones o participaciones emitidas, constituyen el patrimonio social inicial, integran el capital social, tal y como advierte el texto legal. De este modo, ese patrimonio inicial va a constituir los recuerdos de los que se vale la propia sociedad de capital para el desarrollo de su actividad social. La duda es si nuestro Derecho vigente viene a incorporar una exigencia de suficiencia de tales recursos de cara al desarrollo de la actividad social. Si así se entendiera, la exigencia no sería otra que la de requerir que la cifra de capital resultara adecuada a las necesidades financieras y patrimoniales que exigiera el adecuado desarrollo del objeto social. Detrás de esta posible función de explotación del capital social se encuentra el problema de la infracapitalización de la sociedades.

Lo cierto es, sin embargo, que en el estado actual de nuestro Derecho de las Sociedades de capital, la LSC no acoge ninguna regla expresa con la que venga a atenderse, de modo específico, una función de explotación para el capital social. De hecho, las reglas previstas para la constitución de una sociedad de capital no requieren exigencia alguna en tal sentido. Habrá que concluir destacando cómo no está vigente en nuestro Derecho un deber de adecuada capitalización de la sociedad.

No obstante, se hace preciso advertir dos matizaciones. En primer lugar, y en razón de la particular actividad que constituya el objeto social, las leyes especiales si vienen, en determinados ámbitos de actividad, a sentar una exigencia de tal tipo. De otra parte, y habiendo destacado la inexigibilidad de una función de explotación del capital social en el momento de constitución de la sociedad, cabe dudar razonablemente de sí tal exigencia pudiera venir a darse durante la vida social. En este sentido, una desproporción manifiesta entre los recursos propios de la sociedad y las exigencias financieras y patrimoniales que supone el desarrollo de su objeto social, podría dar lugar a la exigencia de poner fin a tal situación, al menos so se acude a una interpretación amplia de alguna de las causas de disolución social, en particular por considerar se diera una imposibilidad manifiesta de conseguir el fin social (art. 363.1c LSC).

B)Los principios informadores del capital social

Las normas dispuestas en la LSC permiten comprobar la vigencia de unos principios que informan el capital social y que conforman su régimen jurídico. Estos principios, tradicionales en el ámbito de nuestro Derecho y práctica mercantiles, pueden sintetizarse del siguiente modo.

El primero de estos principios es el principio de determinación. Este principio se acoge expresamente en el art. 23.d LSC, al disponer la exigencia de que la sociedad haga constar en sus estatutos la cifra de su capital social, reiterándose este imperativo en el art. 121.1 RRM. Este principio de determinación viene a asegurarse mediante la consideración de la omisión de la mención estatutaria del capital social como cauda de nulidad de la sociedad de capital (art. 56.1.f LSC).

En realidad, el alcance de este requisito que ha de satisfacer el capital social es mayor, pues no solo se requiere su imprescindible constancia estatutaria sino, también, su carácter único. Resulta obvio que, en razón de las funciones que ha de satisfacer el capital social, solo es posible la constancia estatutaria de una única cifra de capital, de modo que toda referencia que se haga a tal magnitud en el texto de los estatutos deberá hacerse a la misma cifra, sin que sea posible el reflejo de cifras diversas.

La justificación a que obedece este principio de determinación de la cifra del capital social deriva de la relevancia de las funciones atribuidas a éste. Tanto en lo que hace a la función interna como a la externa resulta manifiesta la necesidad de contar con una única cifra del capital social que, además pueda ser conocida por todos, resultado que se logra al requerir su constancia estatutaria y, por tanto, ser objeto de publicidad legal.

En este contexto, algún autor se ha cuestionado, aunque negando, la posibilidad de una cierta contradicción entre las exigencias que supone este principio de determinación del capital y la posibilidad de que la sociedad hubiera acudido a ciertos instrumentos que le permite la LSC. En este sentido, se señala si no mediaría una cierta indeterminación del capital social en aquellos supuestos en que se hubiera acudido al denominado capital autorizado. El capital autorizado, en sentido estricto, no es más que un supuesto en que, dentro de los límites exigidos por la norma, la JG delega en los administradores la competencia para acordar un aumento del capital social (art. 297.1.b LSC). Ahora bien, esta delegación no encierra indeterminación alguna de la cifra del capital social. El hecho de que la competencia hubiera sido delegada en los administradores sociales no hace venir a menos cuál sea el capital social, pues éste será el que efectivamente se ha hecho constar como tal en los estatutos, sino, tan solo, incide en un plano completamente distinto como es el de quien puede adoptar la decisión para variar tal cifra y a través del procedimiento legalmente previsto. Por ello, no cabe hablar en estos casos de capital autorizado de una posible indeterminación de la cifra del capital social.

El segundo principio que informa el régimen del capital es el principio de integridad, también denominado como principio de correspondencia mínima. Con el principio de integridad viene a realizarse, principalmente, la función externa del capital social, en cuanto garantía o cifra de retención del movimiento patrimonial de la sociedad.

El principio de integridad viene acogido a lo largo de la LSC en distintos preceptos con los que viene a concretarse tal exigencia respecto de situaciones particulares. Así, los arts. 78 y 79 LSC disponen unas exigencias básicas en orden a la suscripción de las participaciones y acciones, requiriendo que la suscripción sea íntegra, a la vez que el desembolso habrá de tener igual alcance si se trata de participaciones o bien, de un mínimo del 25% en el caso de las acciones. El resultado práctico de observar tales exigencias no es otro que el de asegurar una exacta correlación entre la cifra de capital y las aportaciones desembolsadas, logrando así cu cobertura patrimonial. Otra manifestación del principio de integridad se acoge en el art. 59 LSC en donde, como antes se indicara, se prohíbe la emisión de participaciones y acciones sin correspondencia patrimonial o por debajo de su valor nominal. De igual manera, y respondiendo a la misma finalidad, pueden señalarse las reglas dispuestas en torno a la valoración y a la responsabilidad exigible por la valoración de las aportaciones no dinerarias o in natura que hicieran los socios (arts. 67 y ss. LSC y arts 73 y ss. LSC), y que, tendentes a asegurar la correcta determinación del valor de lo aportado, aseguran la cobertura de la cifra de capital correspondiente a las participaciones o acciones suscritas por esos aportantes. Por último, y entre otros ejemplos, también constituye una manifestación del principio de integridad la prohibición de repartos de dividendos cuando, como resultado de tal acuerdo, el patrimonio neto resultara inferior a la cifra del capital social (art. 273.2 LSC).

Hasta ahora se ha venido señalando reglas que muestran una dimensión cuantitativa del principio de integridad del capital social. La duda es su tal principio no presenta, también, una dimensión cualitativa, en el sentido de que, en razón de las funciones que tiene encomendado el capital social llevan a la exigencia de que la cobertura de la cifra del capital social deba hacerse con cargos a bienes y derechos que aseguran su efectividad o, al menos, éstos quedan sujetos a un régimen particular que la asegure.

En principio, el correlato patrimonial de la cifra del capital social podrá hacerse contra cualesquiera bienes y derechos que integren el patrimonio social. Ahora bien, también es cierto que, respecto de algunos bienes y derechos, la LSC adopta particulares cautelas, y dispone reglas especiales que han de observarse, a fin de asegurar la efectividad de ese respaldo patrimonial. Así sucede con aquellos bienes y derechos en los que el riesgo de alteración por parte de socios interesados pudiera ser mayor. En este sentido, y para las SA, lo arts. 81 y ss. LSC, disponen unas reglas particulares con las que quiere lograrse la efectividad de los créditos que titula la sociedad por los desembolsos pendientes y comprometidos por los socios que no realizaron íntegramente su aportación. Otro tanto cabe señalar respecto de las propias acciones y participaciones que la sociedad hubiera adquirido, en relación con las cuáles no solo se dispone de un elenco de prohibiciones y límites (arts. 140 y ss. LSC) sino también y sobre toso, las normas pertinentes para desactivar sus potenciales peligros y la falta de efectividad de su realidad patrimonial. La misma idea está detrás de la prohibición general y del régimen a que se sujetan las excepciones permitidas al hecho de que la sociedad preste asistencia financiera para la adquisición de sus propias acciones o participaciones (art. 150 LSC). En último lugar, cabe recordar la exigencia de que toda aportación tenga por objeto bienes o derechos patrimoniales susceptibles de valoración económica (art. 58.1 LSC).

El tercer principio que informa el régimen del capital social es el principio de estabilidad. Con esta exigencia viene a afirmarse la necesaria estabilidad del capital social, de modo que éste sea una realidad que no fluctúa ni varía.

Tal principio de estabilidad responde a la exigencia de asegurar el cumplimiento de las funciones que tiene encomendadas el capital social. En efecto, respecto de los socios tal exigencia de estabilidad significa mantener la proporcionalidad de su participación en el capital social y, por tanto, la continuidad de su estatus así como la intensidad de los derechos que les corresponda. De otra parte, con esa estabilidad del capital social también se atiende el interés de los terceros, en cuanto que se mantiene la cifra de retención del movimiento patrimonial que supone el capital reflejado en los estatutos sociales.

Pero, la afirmada estabilidad del capital social no significa la imposibilidad de modificar, en el sentido que fuera, la cifra que se ha hecho constar en estatutos. Una variación de la cifra de capital social no solo es posible sino que, también, supone una afección tanto de los socios como de terceros. Por ello, resultando posible la modificación de la cifra de capital, será preciso que en tal modificación puedan hacerse valer los intereses de todos los afectados con tal decisión. Pues bien, si se recuerda la vigencia y alcance del anterior principio de determinación, se concluirá afirmando que la modificación de la cifra de capital social encierra una modificación estatutaria, en donde habrán de observarse las reglas generales dispuestas a tal fin del capital social (arts. 295 y ss, y arts. 317 y ss LSC), de modo que, a su través, se atenderán todos los intereses afectados.

El último de los principios que conforman el régimen jurídico del capital social en el principio de capital mínimo.

Este principio de capital mínimo se acoge en el art. 4 LSC, cuyo apartado 1 dispone la exigencia de que toda SL se constituya con un capital no inferior a 3.000 €.

La primera cuestión que suscita el principio de capital mínimo es la relativa a la finalidad que quiere alcanzarse con tal exigencia. En este sentido, no cabe considerar que con el requisito sancionado en este art. 4 LSC quiera ofrecerse una respuesta al problema de la insuficiencia del patrimonio para atender las necesidades que requiere un adecuado desarrollo del objeto social. Esto es, con la regla de capital mínimo no pretende ofrecerse solución alguna a la situación de infracapitalización en que pudiera encontrarse la sociedad de capital. Ello es así pues la exigencia de un capital mínimo viene a requerirse con carácter general y al margen de cuál sea el objeto social y de las necesidades financieras y patrimoniales que exija su adecuado desarrollo.

Siendo así las cosas, habrá que volver a la pregunta inicial y cuestionarse cual es la finalidad a la que responde el principio de capital mínimo. Y, en este sentido, parece existir consenso en señalar que con tal solución técnica pretende alcanzarse una reordenación de lo que nuestra mejor doctrina denominaba la voluntad electora de los tipos sociales. Es decir, sr trata de orientar la elección que pueda hacerse respecto de los TSC, en el sentido de reservar la forma de la anónima a aquellas sociedades que presenten una mayor y más relevante dimensión empresarial, a la vez que el tipo de la SL queda configurado para aquellas sociedades cuya actividad resulte más modesta.

En todo caso, hay que observar que en razón de las cuantías dispuestas, el capital mínimo tan solo podría tener alguna virtualidad respecto de la SA, en la medida en que la cifra requerida para el tipo de la SL es bastante reducida. Es más, la reforma llevada a cabo con la Ley 14/2013, de apoyo a los emprendedores y a su internacionalización, ha venido a excluir cualquier posibilidad práctica en relación con este tipo social. Así, la modificación dada al art. 4.2 LSC, como el añadido de un nuevo art. 4 bis LSC, acogen con manifiesto error e innecesariedad la SL en régimen de formación sucesiva.

De conformidad con estas reglas, podrá constituirse una SL sin necesidad de respetar la exigencia de capital mínimo que el art. 4.1 LSC exige para tal tipo social. En tales circunstancias, se establecen determinadas exigencias patrimoniales, pues la sociedad deberá destinar el 20% del beneficio del ejercicio a constituir la reserva legal, se limita la posibilidad de reparto de dividendos pues el patrimonio neto resultante no podrá ser inferior al 60% de la suma dispuesta como capital mínimo, y, por último, la suma anual de las retribuciones que se hicieran a los socios y administradores no podrá exceder del 20% del patrimonio neto del ejercicio (art. 4 bis LSC).

En todo caso, sí conviene destacar que se la sociedad que se encontrara sujeta a este régimen de formación sucesiva viniera a entrar en liquidación y el patrimonio resultara ser insuficiente para atender el pago de las deudas sociales, lo socios y administradores responderán solidariamente del desembolso de la cifra de capital mínimo que requiere el texto legal (art. 4 bis. 2 LSC).

La afirmación de un principio de capital mínimo suscita dos grandes problemas que ahora brevemente se ha de atender. En primer lugar, habrá que verificar si, de modo efectivo, el capital social elegido constituye de modo eficaz una barrera que atienda su razón de ser, reordenando la elección que pudiera hacerse de las diferentes formas sociales capitalistas. De otro lado, también habrá que cuestionarse la incidencia que tiene la vigencia de un capital mínimo en el régimen dispuesto para cada sociedad de capital.

Si atendemos al primer problema, parece bastante razonable concluir en la más que limitada eficacia práctica de la técnica del capital mínimo para alcanzar esa finalidad de reordenación de la voluntad de los particulares a la hora de elegir el tipo de sociedad que quieran constituir. Y ello es así por dos razones, pues la cuantía elegida no es excesivamente alta, de modo que la realización de actividades sociales de no gran señalado e, incluso, superior. Seguramente, la vigencia, junto con ese principio de capital mínimo, de ciertas exigencias formales que se consideran propias de la SA y que entrañan un mayor coste, contribuyan aun más al logro de esa finalidad por reservar la elección por tal tipo de sociedad a favor de aquéllas empresas de mayor dimensión. De pera parte, y como se verá a continuación, la cuantía fijada como capital mínimo para la SL no solo es mucho más limitada sino que, incluso, su efectividad práctica viene a menos como consecuencia de los dispuesto en los arts. 4.2 y 4 bis LSC.

Al margen de las cuestiones relativas a la eficacia del capital mínimo, conviene ahora atender a la incidencia que éste pueda tener sobre el régimen jurídico aplicable a cada tipo social. En línea de principio, la cuantía mínima que el art. 4 LSC fija para cada tipo social ha de ser respetada por los socios. De este modo, en el momento fundacional, cuando se decida la constitución de la sociedad el capital que se fije en los estatutos habrá de satisfacer tal requisito, cuyo cumplimiento será verificado tanto por el notario que autorice el otorgamiento de la escritura pública como por el registrador que califique ésta con carácter previo a su inscripción registral. En el hipotético e inimaginable supuesto en que se inscribiera una sociedad cuyo capital no respetara el mínimo legal que fuera exigible, nos encontraríamos ante una causa de disolución, a tenor de cuanto dispone el art. 363.1.f LSC.

Ahora bien, la exigencia legal no solo requiere la presencia de un capital mínimo en el momento de constitución de la sociedad sino, de igual modo, impone su respeto y conservación durante toda la vida social. De esta manera, un acuerdo social que redujera la cifra de capital por debajo del mínimo requerido por el art. 4 LSC supondría, en línea de principio, un acuerdo contrario a la Ley y, por tanto impugnable. Sin embargo, no cabe desconocer cómo, en ocasiones, es la Ley la que impone la necesidad de una reducción de capital, de modo que la ejecución de ésta pueda llevar aparejada una nueva cifra del capital social inferior al mínimo legal. Ante estas reglas cabe advertir una distinta solución según que la reducción del capital por debajo del mínimo legal tenga un origen voluntario o, por el contrario, venga impuesto por la Ley. Si los socios libremente acordaran una reducción de capital sin respetar la exigencia del mínimo dispuesto en el art. 4 LSC, nos encontraríamos con que tal circunstancia constituye una causa de disolución, tal y como dice el art. 363.1.f LSC. Por el contrario, si tal reducción es consecuencia del cumplimiento de una ley, el art. 343 LSC disciplina el supuesto hecho. En tal caso, la reducción solo podrá acordarse si, de modo simultáneo, se acompaña de otro acuerdo de transformación de tipo social o, bien, un acuerdo de ampliación del capital en el que la nueva cifra sea al menos igual que la prevista como capital mínimo. Ambos acuerdos, el de reducción y el de transformación o de ampliación del capital, no solo deberán adoptarse de modo simultáneo sino, también, se condicionan recíprocamente, de modo que deberán presentarse también simultáneamente a inscripción (art. 345 LSC).

C)El capital social material y la función de explotación

Antes se ha advertido que, al margen de disposiciones especiales, no hay una norma en la LSC que, con carácter general venga a requerir una suficiencia de los recursos propios respecto de las necesidades financieras que suponga el adecuado desarrollo del objeto social. El capital social es también capital de explotación, en cuanto que procura los medios patrimoniales que se van a destinar a la realización de la actividad que constituye el objeto de la sociedad, pero no se sanciona en nuestro Derecho la exigencia de su adecuada suficiencia en razón de éste.

Ello significa la posibilidad, demasiado real en nuestra práctica societaria, de sociedades con un capital manifiestamente insuficiente para una adecuada explotación del objeto social, esto es, de sociedades que se encuentran infracapitalizadas.

La infracapitalización presenta, sin embargo, dos manifestaciones distintas y que seguramente han de merecer un tratamiento diferenciado. En primer lugar esa situación de infracapitalización se da como tal, de modo que hay una insuficiencia de recursos propios respecto de las necesidades financieras que exige la ejecución del objeto social y así se manifiesta a terceros, sin que los socios vengan a subvenir a tales necesidades a través de otros medios. Estos casos vienen a denominarse como supuestos de infracapitalización material o real. Por el contrario, y con mayores riesgos, cabe referirse a otros supuestos en que, resultando insuficientes los recursos patrimoniales que procura la cobertura de la cifra del capital social, esas necesidades derivadas de una adecuada explotación del objeto social, vienen a cubrirse a través de otros medios por parte de los propios socios. Tales supuestos se conocen como infracapitalización formal o nominal.

En relación con el primer de los supuestos descritos, debe recordarse que nuestro Derecho positivo no hace recaer sobre los socios un deber de adecuada capitalización de la sociedad, bastando con que la cifra de capital que se haga constar alcance el mínimo legal que resulte exigible en función del tipo de sociedad que se constituya. En tales circunstancias, además, resulta cuando menos dudoso que los terceros que pudieran relacionarse con la sociedad sufran necesariamente sus consecuencias. No habrá que dejar de lado que, al satisfacerse las exigencias de publicidad legal, al igual que las previstas para la información financiera, esos terceros conocen la inadecuación de los recursos propios en relación con las necesidades derivadas de la explotación del objeto social, por lo que podrán adoptar la decisión que libremente entiendan como más oportuna. Aun así, cabe pensar que la situación de infracapitalización material, al menos en sus manifestaciones más graves, podría constituir un supuesto calificado como causa de disolución, en la medida en que en tales circunstancias resultaría manifiestamente imposible alcanzar el fin social (art. 363.1.c LSC), e, incluso si se incurriera en una abuso podría aplicarse la regla general de interdicción de éste (art. 7 CC).

Mayor complejidad presenta el segundo de los supuestos mencionados. En los casos de infracapitalización formal o nominal se parte de la insuficiencia de los recursos propios que supone la cobertura del capital de cara a la adecuada explotación del objeto social, pero ésta no viene impedida en la medida en que los propios socios acuden a cubrir la diferencia en virtud de un título jurídico distinto al de la aportación. De este modo, las necesidades financieras que implican el desarrollo de la actividad social se atienden no solo con las aportaciones que hicieran los socios sino con otros títulos jurídicos que implican un desplazamiento patrimonial a favor de la sociedad.

Dada estas circunstancias se atenderá que el resultado último a que condice la situación de infracapitalización formal o nominal no sea el de impedir o dificultar el desarrollo del objeto social, pero sí que el patrimonio social con origen en los socios aplicado a tal finalidad no tanga su causa exclusivamente en las aportaciones a favor de la sociedad mediante otro título que implica un desplazamiento patrimonial de que es beneficiaria la persona jurídica pero que, a su vez, genera un derecho de crédito a favor de quién realizara tal acto de disposición. El supuesto puede, además acompañarse de otro tipo de acuerdos demasiado frecuentes en la práctica, y con los que se establece cierta preferencia de satisfacción a favor de tales acreedores, dado que se trata de los propios socios. Estos acuerdos son fácilmente realizables en la medida en que los socios podrán actuar para que la sociedad así lo decida, a la par que siempre estarán interesados en ellos, pues sustituyen su aportación por otro tipo de títulos y siempre evitando tener que cubrir la diferencia patrimonial que las aportaciones no han procurado.

En definitiva, con este tipo de actuaciones los socios trasladan el riesgo propio, en cuanto inversores en capital, sobre los acreedores sociales ajenos a la propia operatoria, pues con ellos compartirán el patrimonio social a fin de procurar la satisfacción de sus créditos o, incluso los terceros ajenos podrán quedar excluidos o relegados como consecuencia de las preferencias dispuestas a favor de los socios en su condición de acreedores.

Ante tales resultados, el Derecho ha de reaccionar evitar la lesión de los legítimos intereses afectados. Y, en este sentido, parece haber cierto consenso en destacar que el modo en que ha de concretarse una regla de protección de terceros ajenos a la infracapitalización requiere un retorno a la situación preexistente, que desactive los peligros anudados a tal forma de proceder. Por ello, los créditos que se justifican en las operaciones conducentes a la infracapitalización deben quedar postergados, haciendo que quién asumió un riesgo empresarial no quede liberado de éste en tanto en cuanto no se satisfaga el crédito de los terceros ajenos a tal situación. Ahora bien, solo tiene sentido esa regla de postergación en la medida en que el patrimonio social no permita la íntegra satisfacción de todos los créditos; esto es, tanto los de terceros como los que se titulan como consecuencia de las operaciones de infracapitalización. Si ese es el presupuesto que ha de darse a fin de que sea necesaria una regla de postergación, se entenderá entonces que la misma devenga aplicable cuando la sociedad se encuentre en estado de insolvencia. Ésta es, precisamente, la solución acogida en el Derecho positivo español, en donde se dispone la postergación, por su calificación como créditos subordinados, de todos aquellos créditos que titulen los socios bajo ciertas condiciones. Además, esa regla de postergación se amplía a fin de extenderse a los créditos que frente a la sociedad titulan otros sujetos, dado el común interés que les une en la sociedad ahora devenida insolvente.

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