A diferencia de lo que sucede en otros Derechos europeos, que han procedido a la unificación del Derecho de las obligaciones y de los contratos (como el Derecho italiano o el Derecho de los Países Bajos),
en materia de contratos el sistema español (al igual que el Derecho francés, el Derecho belga, el Derecho alemán, el Derecho austriaco y el Derecho portugués, entre otros) es un sistema dualista: los «contratos tradicionales» cuentan con una doble regulación: en el Código civil y en el Código de comercio. Así sucede con el contrato de compraventa, el contrato de permuta, el contrato de mandato (que el Código de comercio denomina «comisión»), el contrato de sociedad, el contrato de depósito, el contrato de préstamo y el contrato de fianza.
Ahora bien, en los sistemas unitarios, la pugna entre la regulación civil y la regulación mercantil se ha traducido en el triunfo de esta última sobre la primera. Cuando las normas eran diferentes, o bien se acumulaban, con distinción del ámbito objetivo de cada una de ellas, o bien prevalecía la solución mercantil. Característica de los sistemas unitarios ha sido la comercialización o mercantilización más o menos intensa del Derecho privado, con lo que, en la mayor parte de los casos, el Derecho contractual especial, al generalizarse, ha perdido la razón de ser.
En otros ordenamientos, como es el caso del español y, en general, de los sistemas dualistas, ese proceso de mercantilización del Derecho privado apenas se ha iniciado, manteniéndose así la justificación de principios y de instituciones especiales al servicio de las exigencias del empresario y de la actividad empresarial. En los últimos decenios, sin embargo, se ha procedido en el Derecho español a una unificación del régimen de algunos contratos que, en la codificación del siglo XIX contaban con doble regulación. Así ha sucedido con el contrato de seguro (ahora unitariamente regulado por la Ley 50/1980, de 8 de octubre) y con el contrato de transporte terrestre (ahora unitariamente regulado por la Ley 15/2009, de 11 de noviembre). Esta unificación parcial de régimen ha supuesto la mercantilización de hecho de los contratos civiles de seguro y de los contratos civiles de transporte, razón por la que los respectivos regímenes unificados siguen estudiándose dentro de la asignatura del Derecho mercantil.
Como consecuencia de la persistencia del sistema dualista, la dualidad de regímenes plantea dos problemas fundamentales: el primero, el de cuándo se aplica la legislación civil y cuándo, por el contrario, se aplica el régimen mercantil contenido en el Código de comercio; y el segundo, de mucha mayor complejidad, el de si los nuevos contratos que se utilizan en el tráfico pertenecen a la categoría de los contratos civiles o a la de los mercantiles y, por consiguiente, si, en defecto de expresa previsión en el contrato, procede la aplicación supletoria del régimen civil o la aplicación supletoria del régimen mercantil.
En el panorama de los sistemas dualistas, dos son los principales criterios seguidos para esta distinción: el criterio subjetivo que establece la distinción en atención a que el contrato se realice O no por un comerciante o empresario en el ejercicio de la profesión mercantil; y el criterio objetivo o de los «actos de comercio» que atiende a la naturaleza del acto o contrato, con independencia de la condición de comerciantes o empresarios de quienes intervengan en él.
Los criterios objetivos no son homogéneos. Las distintas legislaciones han utilizado diferentes técnicas para determinar la «mercantilidad» de los actos o contratos: en unos ordenamientos se sigue, en efecto, el criterio (objetivo) de la enumeración, determinando aquella «mercantilidad» mediante el elenco de los «actos de comercio», en tanto que en otros sistemas se sigue el criterio ( objetivo) de la definición, intentando ofrecer un concepto del acto de comercio recurriendo a sus características. En realidad, ni uno ni otro satisfacen plenamente: el criterio de la enumeración, porque deja fuera los actos de comercio que surgen en el futuro, obligando con frecuencia a la jurisprudencia a forzar los textos legales para conseguir un resultado coherente, y el criterio de la definición, que, por su carácter demasiado abstracto o impreciso, no siempre conduce a resultados seguros.
El Derecho español vigente pertenece a los sistemas que siguen un criterio objetivo de delimitación de los contratos mercantiles, aunque con algunas particularidades. El Código de comercio ni define, ni enumera, sino que sigue más bien una posición intermedia, combinando dos criterios complementarios: por un lado, el criterio de la inclusión, entendiendo que son mercantiles todos los contratos incluidos o mencionados por la ley mercantil; y, por otro lado, el criterio de la analogía, para estimar que son también contratos mercantiles los que, sin estar incluidos en aquella ley mercantil, son de naturaleza análoga a los comprendidos en ella. El art. 2 CCom proclama, en este sentido, que «serán reputados actos de comercio los comprendidos en este Código y cualesquiera otros de naturaleza análoga». La EM del CCom justifica el recurso a este criterio señalando que se ha optado por una «fórmula práctica, exenta de toda pretensión científica, pero tan comprensiva que en una sola frase enumera o resume todos los contratos y actos mercantiles conocidos hasta ahora, y tan flexible que permite la aplicación del Código a las combinaciones del porvenir», añadiendo que se califican como actos de comercio todos aquellos que menciona el Código (o las leyes mercantiles especiales) y cualesquiera otros de naturaleza análoga, dejando la calificación de los nuevos contratos, «según vayan apareciendo en la escena mercantil, al buen sentido de los comerciantes y a la experiencia y espíritu práctico de los jueces y magistrados».
El recurso a la analogía podría parecer una buena solución práctica, pero las dificultades surgen cuando se trata de encontrar una noción positiva unitaria del acto de comercio buscando las «notas» que caracterizan a los actos de comercio «comprendidos en este Código». La calificación singular como mercantil de cada uno de los «contratos tradicionales» no sigue criterios homogéneos, sino que, muy por el contrario, está sometida a las reglas más diversas: unas veces, frente a la proclamada pretensión del carácter objetivo, los contratos mercantiles se califican como tales por razón la participación de un comerciante o empresario (arts. 239, 244, 303, 311 y 349); otras se atiende a la conexión del acto con el género de comercio a que se dedica dicho comerciante (art. 349); otras, en fin, se hace caso omiso de este dato (art. 303). La Consecuencia es que no es posible identificar notas comunes de los actos «comprendidos en este Código», con lo cual difícil resultará saber cuáles son los actos «análogos» en general. La analogía deberá realizarse comparando el nuevo contrato con uno concreto de entre los incluidos en el CCom o en las leyes especiales, con resultados francamente insatisfactorios.
La insuficiencia de los sistemas legales de determinación de la «materia mercantil» pone de manifiesto que no existen diferencias ontológicas entre los contratos civiles y los contratos mercantiles. En general, para atribuir carácter mercantil a un acto o contrato no hay que atender al acto en sí, ni tampoco solo a la intervención de un comerciante o empresario, sino a la pertenencia del acto o contrato a la serie orgánica de actos y contratos realizados por este: los actos de la organización creada y continuamente perfeccionada por el empresario. El acto o contrato es mercantil, en fin, si se realiza como acto de tráfico, esto es, como acto que sirve a las exigencias del tráfico profesional del empresario en el mercado de bienes y servicios, trátese de una actividad comercial (ej. venta de zapatos), de una actividad industrial (ej. fabricación de automóviles) o de una actividad de servicios (ej. la actividad publicitaria de productos o servicios).