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Las obras públicas constituyen un elemento fundamental para el desarrollo de las civilizaciones. La nuestra comenzó con la construcción de ágoras y teatro griegos, el acueducto y sobre todo con las calzadas romanas que enlazaron el mundo occidental. Ya entonces, a su construcción se atendía mediante medios propios del Estado, la construcción civil o el empleo de los ejércitos, o a través del contrato de obra, encargando su realización a particulares mediante precio.

En nuestros tiempos el Estado liberal añade a esas dos fórmulas la fórmula concesional, en virtud de la cual un empresario construye la obra y se resarce de su coste percibiendo una tasa o canon de los usuarios de la misma.

Estas tres recetas para construir las obras públicas se recogen ya en el RD de 10 de octubre de 1845 que aprueba la Instrucción para promover y ejecutar las obras públicas.

Dicha norma prescribe que tanto las obras nacionales como las provinciales y municipales pueden realizarse por empresa, por contrata o por administración, es decir, directamente encargándose la Administración con medios propios de todas las operaciones, así facultativas económicas.

Al mismo triple esquema responde ahora el actual sistema, si bien debe advertirse que, ante la irrelevancia actual de los medios propios de la Administración, las obras públicas se acometen, únicamente, mediante el contrato o la concesión de obra pública.

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