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Por principio, el mandante asume la iniciativa del contrato, estableciendo las bases de desarrollo del mandato y fijando al mandatario cuantas instrucciones y reglas considere oportunas en defensa de la gestión fructuosa de sus asuntos. Sus obligaciones son, por tanto, notoriamente limitadas, encontrándose reducidas a las siguientes:

  1. El mandante debe anticipar las cantidades necesarias para la ejecución del mandato, si el mandatario las pidiera. Si éste las hubiera anticipado, las reembolsará, aunque el negocio no haya salido bien, con tal de que esté exento de culpa el mandatario (art. 1728).
  2. El mandante está obligado a indemnizar los daños y perjuicios ocasionados al mandatario por el cumplimiento del mandato (art. 1729).
  3. El mandante deberá pagar al mandatario la retribución procedente si así se pactó.
  4. En el caso de pluralidad de mandantes, quedan obligadas solidariamente frente a él (art. 1731).
  5. Cuando se trata de un mandato con poder de representación, el mandante debe cumplir todas las obligaciones que el mandatario haya contraído dentro de los límites del mandato; en lo que el mandatario se haya excedido no queda obligado el mandante sino cuando lo ratifica expresa o tácitamente (cf. art. 1727).

Respecto a los efectos de la eventual ratificación de actos realizados por iniciativa propia del mandatario, como afirma el profesor N. Díaz de Lezcano, la ratificación realizada debidamente, sea expresa o tácita, extiende sus efectos al momento de la asunción de la obligación efectuada por el representante, en cuanto el acto que subsana es realmente un apoderamiento a posteriori. Pero su eficacia retroactiva tiene un límite, en cuanto no puede perjudicar los derechos adquiridos por terceros durante el tiempo que media entre la celebración del negocio y su ratificación.

También deben destacarse los deberes de fidelidad y lealtad que constituyen auténticas directrices en el desenvolvimiento de la actividad de gestión que realiza el mandatario (STS de 20/5/2016, entre otras). Estos deberes, con fundamento tanto en el principio general de buena fe (art. 7), como en su proyección en el art. 1258 CC, y también en el criterio general de la diligencia aplicable en los negocios de gestión (art. 1719 CC), implican que el mandatario debe comportarse como cabe esperar conforme a la confianza en él depositada, diligentemente y en favor del interés gestionado, con subordinación de su propio interés.

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