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Ese rasgo peculiar de la ejecución de los actos administrativos en nuestro Derecho por el cual se atribuye a los actos administrativos el mismo valor de las sentencias judiciales no e sólo un exceso semántico de la legislación tributaria. Efectivamente lo tienen mayor que las sentencias civiles y penales de primera instancia, cuya ejecución puede paralizarse automáticamente mediante los recursos de apelación y casación, mientras que los recursos administrativos y contencioso-administrativos no suspenden en principio la ejecución del acto. Así pues, tienen más valor ejecutorio que esas sentencias y menos que las sentencias firmes; están a mitad de camino. Pero esta cualidad de los actos administrativos contradice en principio la definición constitucional de la función judicial (“juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”) y su reserva en exclusiva a los jueces y Tribunales (art. 117.3 CE).

Pese a ello, negar a estas alturas las potestades ejecutorias de la Administración, puede resultar una utopía, porque la ejecución de los actos administrativos por la propia administración constituye una realidad incuestionable al margen de lo que la Constitución Española pueda decir. Y también porque la Norma suprema, en evidente contradicción con los principios de reparto de las funciones judiciales y administrativas, reconoce a la Administración una facultad todavía más poderosa que la ejecución directa de sus actos, más rigurosamente judicial, como es la potestad sancionadora de la Administración en los términos que más adelante se estudiarán (art. 25 CE).

Invocando el principio de que quien puede lo más puede lo menos, el Tribunal Constitucional podría haberse ahorrado la necesidad de fundamentar en la STC 22/1984 el privilegio de decisión ejecutoria de la Administración en el principio de eficacia que consagra el art. 103 CE. La eficacia es simplemente una directiva o directriz para la buena organización y funcionamiento de la Administración, pero nunca nadie ha pensado que sobre tan endeble fundamento pudiera construirse la atribución de una potestad claramente judicial a la Administración como hace el Tribunal Constitucional, quien, después de reconocer que el art. 117.3 CE atribuye el monopolio de la potestad jurisdiccional a los Jueces y Tribunales, añade a continuación que también corresponde esa facultad a la Administración.

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