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Parece evidente que la vigencia del Tratado de Lisboa no ha cerrado el círculo de potenciales problemas a los que se enfrenta la Unión en su funcionamiento. De un lado, el fracaso del Tratado constitucional de 2004 se tradujo en la asunción de unos objetivos menos ambiciosos, en la renuncia a una terminología más constitucionalista. De otro lado, el propio y dificultoso camino de rectificaciones transitados por el Tratado de Lisboa propició una renegociación a la baja de elementos tan importantes como la Carta de los Derechos Fundamentales.

Únese a todo ello la regla de la unanimidad para revisar los Tratados europeos, lo que significa la persistencia del derecho de veto, verdadera rémora para todo avance en la profundización o ampliación del proceso de integración. Por añadidura a la crisis financiera y y económica mundial iniciada en 2007-2008 y que aún perdura, ha azotado con fuerza a la propia Unión, sacudiendo sus elementos estructurales y poniendo en jaque la idea de irreversibilidad del hacho comunitario.

El ingreso no pocos países procedentes del bloque anteriormente sometido a la URSS y al Pacto de Varsovia fio lugar a numerosos desajustes, no sólo económicos.

En segundo término, algunos de dichos países no constituyen todavía democracias consolidadas, aunque están en vías de conseguirlo y a ello debe ayudar su pertenencia a la UE.

De otra parte, estos problemas no se dan sólo entre estos socios recientes y las instituciones europeas, sino también entre éstas y los Estados miembros más veteranos y entre estos mismos, puesto que los fondos económicos de cohesión y solidaridad, que antes ayudaban a países como Portugal y España, son destinados a los nuevos socios, con los correspondientes impactos de signo negativo o positivo en las respectivas economías.

Otro de los efectos de la ampliación europea está siendo la deslocalización de muchas empresas que operaban en los Estados anteriores y que ahora refieren hacerlo en los nuevos, por sis más bajos costes de producción, salarios y fiscalidad, pero tendencialmente se restablecerá a un cierto equilibrio a medida que esos países nuevos vayan alcanzando un mayor nivel de renta.

Por último, se hablan en la Unión más de veinte idiomas, lo que requiere cuidado y eficacia en la preparación de las reuniones y en la interpretación y traducción de los documentos. Conforme el número de socios vaya aumentando, el problema habrá de agudizarse aún más. Con todo, el predominio del inglés y, en segundo término, del alemán, parece atemperar el problema.

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