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El rasgo fundamental del positivismo desde un punto de vista epistemológico es su monismo. Se afirma la sola existencia de un derecho: el positivo, negando cualquier fundamentación del mismo desde un supuesto ordenamiento superior a él (el derecho natural).

Desde esta base general, el positivismo jurídico tomó diversas direcciones (normativismo, legalismo, sociologismo, etc.); en todo caso, todas ellas pueden ser explicadas desde criterios comunes. En este punto, nos centraremos en la dirección históricamente predominante: el normativismo, esto es, la reducción positivista de lo jurídico a las normas positivas, al ordenamiento jurídico. En este sentido, las características del positivismo serían las siguientes:

  • Se considera a la coacción el elemento esencial del derecho.
  • La ley es la expresión más acabada de lo jurídico, pues constituye la emanación de la voluntad general.
  • La imperatividad es la característica esencial del derecho, que legitima el uso de la coacción si se vulnera.
  • Se considera al derecho como una construcción coherente, sin antinomias normativas.
  • El derecho se entiende como una construcción completa, carente de lagunas normativas: es lo que se ha dado en llamar "plenitud del ordenamiento jurídico".
  • La aplicación del derecho se basa en un procedimiento lógico-silogístico mecánico, donde el operador jurídico no es más que la boca de la ley, lo que supuestamente elimina cualquier atisbo de subjetividad en los procesos de aplicación e interpretación de las normas.

Estas características tienen detrás una ideología, tendente a asegurar una determinada concepción de la certeza y la seguridad jurídicas. En la época del positivismo normativista, la del pensamiento liberal, se trataba ante todo de favorecer los intereses de la clase burguesa mediante la garantía de la máxima seguridad y previsibilidad de las relaciones comerciales, lo que suponía reducidos márgenes para la interpretación.

Como ideología que explica el derecho en términos cientificistas, puede presentarse en dos versiones:

  1. En una versión extrema, afirma el deber absoluto del súbdito (ya no ciudadano) de obediencia a la ley en cuanto tal, por el hecho de ser formalmente válida. Es lo que Bobbio ha denominado "reductio ad Hitlerum" del positivismo jurídico, a propósito de los regímenes nazi-fascistas del siglo pasado, postulado propio de los Estados totalitarios. Aquí el derecho positivo se contempla como valor en sí, y su obediencia incondicionada por parte del destinatario de la norma es la más pura realización de ese deber.
  2. En una versión moderada, se sigue afirmando el deber de obediencia a la ley en tanto que válida, pero la validez de la ley no es ya el único fundamento para su obediencia, sino que constituye un mero instrumento para alcanzar determinados resultados. En concreto, se concibe a la ley como el medio más adecuado para realizar un determinado orden basado en la igualdad, la certeza y previsibilidad, etc.; en suma, como un instrumento para lograr la realización de un objetivo (concepción instrumental del derecho). Es la versión imperante en los positivismos propios de los Estados liberal-democráticos.

El modelo metodológico del positivismo jurídico comenzó a gestarse a comienzos del XIX, a raíz de una cuestión fundamental que adquirió un papel central en el ámbito de la filosofía política y jurídica de entonces: ¿qué gobierno es mejor, el de las leyes o el de los hombres?, se impuso la primera opción; ello exigía objetivar, acabar con la dispersión normativa dictando leyes uniformes para todos los ciudadanos, así como fijar criterios que hicieran previsible la decisión.

En este contexto, y bajo el dominio del liberalismo, apareció un modelo político-jurídico que intentaba dar respuesta práctica a la cuestión anterior: el modelo de Estado legislativo de derecho, en un intento de realizar el gobierno de las leyes mediante límites jurídicos al ejercicio del poder, con el fin último y principal de hacer efectivo el valor libertad. El legislador pasó a ser el depositario de la soberanía; un depositario vinculado por las formas pero no por los contenidos y los fines, en la medida en que éstos no podían ser sino los que manifestaban la voluntad general emanada del parlamento. Se trataba del Estado de derecho en sentido legal, ya que el poder debía ejercerse en la forma privilegiada de la ley parlamentaria. En este modelo, es bueno lo que está en la ley, porque ésta es la expresión de la voluntad general.

La democracia se correspondía, pues, con la voluntad de la mayoría, y el derecho con la superioridad de la ley en tanto que ley ordinaria, como expresión de esa voluntad mayoritaria. La Constitución, en este sistema, vinculaba tan solo en lo relativo al quién y al cómo de las decisiones (pero no al qué, a su contenido), y constituía, así, poco menos que una declaración de buenas intenciones que actuaba como mera limitación abstracta de la soberanía, del poder. Carecía de fuerza y de aplicación normativa directa, y no era sino un mero marco que delimitaba los poderes del Estado y su organización. Por lo tanto, desde el punto de vista de la jerarquía normativa no cabía distinguir entre Constitución y ley: no existían diferencias entre poder constituyente y legislativo porque ambos eran expresiones del mismo y único poder soberano. Tampoco la Constitución se hallaba cualificada por un procedimiento especial de reforma ni su protección jurisdiccional era superior, al no existir una jurisdicción constitucional (sus primeras formas no llegaron hasta los años veinte del siglo pasado y no consiguieron cuajar en modelos eficaces hasta finales de los cuarenta).

Este modelo político-jurídico llegó a imponerse a lo largo del XIX por diversos motivos políticos, económicos y sociales. Durante esta época el cuerpo social era relativamente simple: dominaba una clase social (la burguesía), el sufragio era todavía censitario y las clases desfavorecidas no tenían prácticamente ninguna capacidad de influencia en la conformación de la voluntad general representada por el parlamento. El Estado poseía aún un tamaño relativamente reducido, puesto que su dimensión prestacional era insignificante, y el derecho administrativo no había alcanzado todavía su gran desarrollo posterior. Hasta finales del siglo, con los movimientos obreros, no comenzó a cambiar este panorama.

Así, los problemas y las necesidades jurídicas de la burguesía eran fáciles de satisfacer con el instrumento jurídico de la ley, el preferido del positivismo, que regulaba los marcos jurídicos básicos mediante los códigos civiles y penales, y las respectivas leyes procesales de enjuiciamiento.

En este panorama, el positivismo jurídico se caracteriza genéricamente por ver en la certeza del derecho, el fin supremo de lo jurídico.

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