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Los países del Consejo de Europa han avanzado considerablemente hacia la creación de un espacio común de defensa de los derechos, cuyo núcleo lo forman los pertenecientes a la UE: todos los integrados en ella son estados democráticos, con organismos judiciales efectivos en la defensa de los derechos.

El problema es que la presencia de grandes masas de inmigrantes parece haber cambiado el sentido de la ciudadanía en los estados occidentales. En el célebre Ciudadanía y clase social, Thomas Marshall resumió la evolución de la ciudadanía en tres fases: los derechos civiles (surgidos en el XVIII); los derechos políticos (en el XIX), y los derechos sociales (en el XX). La ciudadanía era, así, el medio idóneo para hacer realidad el efecto emancipador de los derechos, su extensión universal.

Esta visión optimista de la ciudadanía se ha visto defraudada por la quiebra de las sociedades estables y homogéneas. De este modo, la ciudadanía se convierte en elemento discriminador al limitar el ejercicio de los derechos políticos y sociales. De modo que la distinción básica derechos humanos-derechos fundamentales queda fuertemente matizada.

En consecuencia, y puesto que en nuestros días no resulta ya posible reducir los derechos del hombre a los derechos del ciudadano, ni "...pretender fundar aún sobre la ciudadanía la lucha por los derechos y por la democracia en nombre del universalismo de cada uno de los términos", y dado que el status de ciudadano opera como factor de exclusión, si se desea tomar en serio tales derechos habremos de "... desvincularlos de la ciudadanía como 'pertenencia' y de su carácter estatal y por tanto tutelarlos no sólo dentro sino también fuera y frente a los estados, poniendo fin a este gran apartheid que excluye de su disfrute a la gran mayoría del género humano contradiciendo su proclamado universalismo".

Ello supone plantear de forma coherente el problema de la universalización de los derechos humanos, más allá de retóricas basadas en los supuestos efectos redistributivos del mercado. Esa es la pretensión del llamado constitucionalismo mundial propuesto por Ferrajoli.

Ferrajoli sostiene que la crisis del Estado-nación podría encontrar su paliativo más adecuado en la evolución hacia un proyecto que recuerda parcialmente al de la sociedad universal kantiana, permitiendo así que la mundialización, hasta ahora sólo económica, se hiciera progresivamente extensiva a los derechos. Si se acepta que el obstáculo para la mundialización de los derechos es el entendimiento restrictivo del ciudadano, acaso la solución esté en revitalizar el papel del hombre. Según Ferrajoli, sólo los derechos políticos son definitorios de la ciudadanía, al contemplar al individuo en cuanto ciudadano de un Estado determinado.

El resultado es que la crisis sólo será superada "...si se transfieren a las nuevas sedes políticas y decisionales las sedes de las garantías constitucionales, y se reforma congruentemente todo el sistema de fuentes". El viejo Estado-nación que vertebró Europa durante los últimos siglos, "... es ya demasiado grande para las cosas pequeñas y demasiado pequeño para las grandes". El constitucionalismo de derecho internacional en que esto se traduce propone, pues, una limitación de la soberanía estatal en aras del "...establecimiento de garantías jurisdiccionales contra las violaciones de la paz en el exterior y de los derechos humanos en el interior". Los derechos deberían, de este modo, ser tomados como indisponibles por el mercado, revirtiendo precisamente la tendencia instaurada por la mundialización.

El proyecto jurídico de Ferrajoli, como él lo reconoce, es utópico. Pero esa condición utópica parece mantenerse: las instituciones necesarias para convertir la utopía en realidad y los principios que lo alientan son desprestigiados por la única superpotencia mundial con el resultado de reforzar todas las supuestas amenazas que trata de combatir. El predominio de esta visión de las relaciones internacionales es el principal riesgo para la consecución de un auténtico sistema jurídico internacional tendente a asegurar las garantías efectivas de los derechos fundamentales. Sólo su superación permitiría retomar el viejo sueño ilustrado y convertirlo en algo más que una aspiración utópica. Mientras esta superación no tenga lugar, muchos de los optimismos con respecto a la implantación de los derechos humanos en el mundo deberían ser reconocidos como lo que son: enmascaramientos de lo real.

Por otra parte, Ferrajoli asocia sin más la presencia de los derechos al cambio positivo de las situaciones o a una tendencia a que cambien. Y esto no puede estar más lejos de la realidad, pues, como ya dijimos, un derecho es siempre lo que es su garantía y ésta depende de un efectivo sistema judicial capaz de dictar sentencias que no sean puramente nominales. Afirmar que los derechos no pueden estar sometidos al albur del mercado supone desconocer que su garantía, incluso la de los más elementales como la vida, integridad o libertad, sólo es posible si hay suficientes bienes y medios disponibles. Y esto es difícil de lograr en un sistema capitalista donde la economía real ha cedido ante la financiera y donde las recesiones de origen especulativo son cada vez más profundas y devastadoras, más generadoras de desigualdad. En suma, no es posible hurtar los derechos al mercado, evitar la constante desigualdad que éste genera, por medio de cambios jurídicos, relativos a la supuesta extensión universal de los derechos y las instituciones jurídicas que dicen garantizarlos; lo contrario sería caer en la ingenuidad. Por el contrario, si la mundialización es un fenómeno de raíz económica, o economicista, la clave estará en una actuación radical sobre el modelo económico que está en la base de la mundialización.

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