La crisis del Estado legislativo de derecho culmina, ya en el siglo XX, en el Estado constitucional de derecho, en el que la Constitución sustituye a la ley como pieza fundamental, y lo hace como una auténtica norma de normas definida tanto por su forma (principios rectores de la organización del Estado) como por su contenido (derechos fundamentales); un contenido por cuya preservación habrá de velar el Tribunal Constitucional.
En el positivismo no cabía un discurso autónomo sobre la justicia. Esa eliminación no ocultaba sólo una elección teórica, sino también algo mucho más concreto relacionado con las transformaciones del Estado contemporáneo. Todo lo real había de ser reducido a la voluntad general, de modo que lo único importante sería la emanación de esa voluntad: la ley votada en el parlamento.
Por el contrario, en el nuevo panorama el principio justicia no puede ser ya un elemento extraño al jurista, algo sobre lo cual se veda toda especulación al entender por justo exclusivamente lo que dice la ley; pues dicho principio está incorporado al propio ordenamiento jurídico como algo plenamente integrado en él, como un contenido (derechos fundamentales) que configura el "núcleo duro" de la Constitución. De este modo, las contraposiciones valores-reglas jurídicas, iusnaturalismo-positivismo, extrajurídico-intrajurídico y otras similares se muestran como engañosas.
El discurso sobre los principios penetra así en el ordenamiento jurídico merced al Estado constitucional de derecho, que se define, en gran medida, gracias a su contenido material, sin que dicho contenido deba ya ser referido a criterios suprapositivos como los que mantenía el iusnaturalismo clásico; de modo que la vieja postura positivista según la cual lo jurídico se entiende en términos de mera formalidad y, por tanto, toda norma jurídica puede tener cualquier tipo de contenido, desaparece en el nuevo marco. Desaparece también la necesidad de remitirse a valores desprovistos de concreción en el ordenamiento jurídico para encontrar el principio de justicia. La polémica entre los defensores de las normas y de los "valores" en que se resolvía la vieja pugna entre positivistas y iusnaturalistas da la impresión de quedar así, si no disuelta, al menos radicalmente replanteada: pues la contraposición forma-materia o forma-contenido que le subyacía pierde todo su sentido, al perderlo la contraposición, correlativa, normas-valores.
Por referirse a nuestra CE y a las denominaciones concretas que acuña, los valores superiores del ordenamiento jurídico, los derechos fundamentales son, pues, vínculos materiales a la actuación de todos los poderes del Estado, de modo que las normas jurídicas que los transgredieran quedarían sujetas a la actuación jurisdiccional; pero se expresan a la vez en normas, integradas en el sistema de fuentes y sujetas a los criterios de validez. La rigidez constitucional se muestra así, lejos de ser una simple característica técnico-jurídica referida a la dificultad de los procedimientos de modificación constitucional, como reveladora de un cambio radical de perspectiva en lo tocante a la relación entre normas, principios y "valores".
Resumiendo, la "rematerialización" de la Constitución ha cambiado radicalmente el panorama. El texto constitucional ha desbordado la condición que tenía en las interpretaciones de tipo liberal, que lo consideraban una mera ley de organización del Estado, la cúspide del sistema de fuentes y la garantía de la separación de poderes. Todo ello continúa siéndolo, ciertamente, pues le es esencial y es, además, necesario en un Estado de derecho; pero no resulta suficiente en el nuevo esquema. Por el contrario, en un sistema de Constitución rígida, como señala Prieto Sanchís, "... la Constitución ya no es sólo la norma suprema dirigida a condicionar de forma directa la labor legislativa y aplicable por los jueces únicamente a través del tamiz de la ley, sino que es la norma suprema que pretende proyectarse sobre el conjunto de los operadores jurídicos a fin de configurar en su conjunto el orden social". La Constitución se convierte en una norma que puede ser aplicada por los jueces de manera directa, pues los principios que la informan impregnan todo el ordenamiento jurídico. El problema más importante que esta visión comporta es el llamado "activismo judicial" que veremos más adelante.
Limitémonos ahora a ver las consecuencias de tal transformación. Desde luego esto comporta, no sólo una redefinición de los derechos fundamentales, sino también del sentido mismo de la democracia. Como afirma Martínez de Pisón, en este sentido, "Ahora, la Constitución resulta ser un metaderecho dentro del Derecho mismo, un derecho sobre el derecho". Se incardina en el ordenamiento jurídico, pero a la vez lo domina en su integridad. Y no en el viejo sentido liberal de fijar el diseño de la relación entre los poderes del Estado, sino mucho más allá. Lo que es como decir que la regla de las mayorías, entendida en todo el pensamiento liberal clásico como esencial a la democracia, ha de ser redefinida; y ha de serlo, precisamente, a través de los derechos fundamentales. Ciertamente, una democracia en la que no se dé el sistema de alternancia en el poder no es tal; mas para serlo auténticamente habrá de respetar, asimismo, los derechos de las minorías, pues la regla última de toda legitimidad democrática en el Estado constitucional de derecho es el respeto a los derechos fundamentales, que viene necesariamente derivado de la rematerialización a la que antes nos referimos.