El principio de la buena fe o el de la autonomía de la voluntad no pueden entenderse como dados en el mismo plano que el de la igualdad real o el de la interdicción de la arbitrariedad. Todos ellos informan la interpretación de las normas jurídicas, pero lo hacen en muy distintos ámbitos; por utilizar una expresión familiar: cada cual lo hace desde su lugar propio. No resulta difícil establecer cuál es el de cada uno: la buena fe y la autonomía de la voluntad son el producto de una época en la cual todo derecho era derecho privado, mientras que la igualdad real proviene de una interpretación muy distinta, iuspublicista; el mismo sentido tiene el principio de la interdicción de la arbitrariedad, que sólo puede ser entendido en el marco de una hipertrofia del Estado y la consiguiente necesidad de controlarlo. Otro tanto ocurre con los principios que rigen el derecho del trabajo, surgidos en el marco de una legislación protectora del trabajador que rompió con la presunción iusprivatista de la igualdad de los sujetos contratantes.
Todo ello muestra hasta qué punto el centro de gravedad del discurso sobre los valores jurídicos, y en particular sobre el principio de justicia, ha ido desplazándose del ámbito de las relaciones entre particulares (prácticamente las únicas reguladas por el sistema jurídico hasta finales del XIX) al derecho público: las relaciones entre los ciudadanos y el Estado en el marco de una administración creciente y progresivamente intervencionista. Pues la vieja idea kantiana, esencialmente liberal, de acuerdo con la cual el derecho debe limitarse a proporcionar a los ciudadanos un marco regulador dentro del cual su libertad pueda desenvolverse sin cortapisas, dejó paso durante los años 50 y 60 del siglo XX, en el marco del Estado social, a un esquema en el cual la actuación estatal ya no se limitaba al viejo papel de protección de los derechos fundamentales contra perturbaciones de otros particulares o del propio Estado, sino que intervenía activamente, redistribuyendo los recursos mediante políticas impositivas y de gasto público destinadas a generar los mínimos de bienestar necesarios para el disfrute real de tales derechos mediante prestaciones de tipo sanitario, educativo, integrador... Ese fue el sentido del llamado Estado social, cuya crisis es uno de los problemas esenciales del debate actual sobre la justicia.
Ese marco ha de ser desarrollado ahora, en el aspecto que nos importa: la radical transformación de unas teorías de la justicia que no surgen del vacío, que nunca surgieron de él, sino que son siempre respuestas históricamente dadas a necesidades sociales concretas. Como dice Rawls, la actual teoría de la justicia ha de asignar primacía a lo social y su objeto debe ser la estructura básica de la sociedad, al contrario que en el tratamiento kantiano, referido "... a las máximas personales de individuos sinceros y conscientes en la vida diaria". Esto ha llevado consigo enormes transformaciones en la percepción de los derechos fundamentales, concebidos en adelante, no como instrumentos para la defensa de las libertades individuales (papel que cumplían en las constituciones liberales), sino como las piezas básicas de una transformación social que el Estado ha de estimular (lo cual arranca con las constituciones de la segunda postguerra mundial). Lo sintetiza muy bien D. Grimm cuando afirma que la interpretación meramente negativa de los derechos fundamentales contribuye a estabilizar el statu quo social, mientras que entenderlos en términos de intervención conlleva un impulso transformador de la sociedad en términos de una mayor justicia (re)distributiva, de una mayor igualdad efectiva.
El instrumento de dicha transformación han sido los derechos fundamentales en relación con los principios constitucionales. Pues bien, el Estado social se ha manifestado, en algunos sistemas como el nuestro, a través de los llamados derechos económicos, sociales y culturales (de segunda generación), cuya efectiva satisfacción entraña la actuación positiva del Estado, esto es, una actuación promocional y no sólo de defensa.
Explicando con mayor detalle el modo en que el Estado social se articuló desde el punto de vista jurídico, coincidiendo con el Estado constitucional, nos permitirá establecer el sentido que la discusión sobre la justicia ha ido adoptando durante la segunda mitad del pasado siglo.
Organizar la complejísima actuación característica de los estados intervencionistas requirió una reordenación completa del Estado, que condujo a la aparición de constituciones rígidas, provistas de catálogos pormenorizados de derechos fundamentales y de sistemas jurisdiccionales de garantía. Constituciones que conforman principios referidos al control de la actuación de los órganos del Estado para ajustarla a las exigencias de la protección de tales derechos, completamente distintas de las que reclamaba un modelo liberal de Estado. Pues los principios del actual Estado constitucional de derecho son considerados, no como supra-positivos (sean morales o de derecho natural), sino como parte del propio ordenamiento jurídico, cuyo funcionamiento efectivo han de informar desde su sede constitucional; dichos principios se concretan en los derechos fundamentales, que los materializan. Al fin y al cabo, el principio no es sino la abstracción de un conjunto de criterios que permiten valorar las relaciones jurídicas reales. El principio, por tanto, no es reificable, ni según criterios iusnaturalistas ni de acuerdo con criterios iuspositivistas, pues tiene su origen en las relaciones jurídicas reales, de las que extrae los criterios que permiten ajustarlas; no es, pues, algo independiente de lo real, aislado de las relaciones jurídicas en cuyo seno nace. Se ve, entonces, por qué los derechos fundamentales sólo son reales si están informados por principios, en la medida en que estos últimos son abstracciones de los criterios con los cuales enjuiciamos o valoramos las relaciones humanas reales que, por su relevancia social, son reguladas jurídicamente por la comunidad política. Luego no es posible concebir principios sin derechos que los concreten ni derechos sin principios que los informen.
Por tanto, los principios no son puramente extrapositivos (pues sólo se concretan a través de los derechos existentes en el mismo ordenamiento) ni meramente positivos (en la medida en que no pueden reducirse a la vieja forma de la ley como única fuente del ordenamiento jurídico). Evitamos así caer, como los iusnaturalismos del XVII, en un reduccionismo de tipo ontológico, metafísico (que conferiría realidad natural al principio, al margen de todo derecho expresado en normas) así como en un reduccionismo de tipo positivista (que reduciría el derecho a la mera ley eliminando así cualquier tipo de fundamento... en lo que, paradójicamente, se considera fundamental). Esta paradoja sólo se elimina entendiendo que el principio es el fundamento común del cual participan todos esos derechos, el que hace que todos adopten la denominación de fundamentales.
En conclusión, podemos resumir las cuestiones en el siguiente esquema que relaciona principios, normas, valores y derechos fundamentales:
- Los valores de un ordenamiento jurídico no son entidades, "cosas", sino juicios: enjuician relaciones entre personas, o entre personas y cosas, consideradas socialmente relevantes para la comunidad política.
- Los principios de dicho ordenamiento jurídico son el criterio de dichos juicios; luego tampoco son entidades o "cosas" diferentes de los valores, sino una abstracción y condensación de éstos que permite expresarlos en los distintos ámbitos del ordenamiento jurídico.
- Los derechos fundamentales son la forma por excelencia en la cual se concretan los principios.
- Por último, las normas son la expresión de esos principios que informan los derechos.
Imaginemos un ejemplo: el reparto de bienes entre los ciudadanos, acaso la cuestión fundamental de toda teoría de la justicia en el marco del Estado social. Dicho reparto se realiza a través de dos tipos de relación: una entre el todo político y cada uno de los ciudadanos y otra entre los ciudadanos particulares, relaciones que deben ser valoradas o enjuiciadas en los casos concretos que se presentan. Todos esos enjuiciamientos se realizan conforme al valor igualdad, en el primer caso igualdad aritmética, y en el segundo proporcional (según méritos, capacidades y necesidades de cada uno). El criterio que subyace es el principio de justicia, que condensa dicho valor bajo los dos modos. Este principio general de justicia, expresado en estos dos modos se concreta tanto en el principio de igualdad formal ante la ley (art. 1.1 CE) como en el principio de igualdad real (art. 9.2 CE). Un ejemplo de la primera es el derecho fundamental que aparece en el art. 14 CE (igualdad aritmética) y de la segunda el derecho fundamental reconocido en el 23.2 CE (acceso a cargos públicos), que se refiere a la proporcional.
De modo que ese principio (justicia), que condensa valores (igualdad aritmética y proporcional) y se concreta en el ordenamiento jurídico a través de derechos fundamentales (igualdad ante la ley, acceso a cargos públicos), se expresa, además, en normas (arts. 14 y 23.2 CE).
La pregunta es obligada: si aceptamos que es el término otorgado por la Constitución Española el que determina si nos hallamos ante un valor, un principio, etc., ¿se puede decir, sin más, que el art. 1.1 (que habla de valores superiores) se refiere sólo a valores, el art. 9.2 (que se refiere a principios) sólo habla de principios, el 23.2 (que menciona derechos fundamentales) sólo trata de derechos (o que en los tres casos se trata sólo de normas constitucionales), como si estuviésemos hablando de cosas independientes, absolutamente distintas?¿O más bien deberemos entender que los cuatro términos son distintos aspectos de lo jurídico y, por tanto, que todos ellos se refieren a los mismo, cada uno en un modo diferente, bajo un aspecto distinto? Sólo de este último modo evitaremos la reducción de la complejidad esencial de lo jurídico a términos absolutamente escindidos, separados como si fuesen entidades independientes, cosas separadas; reducción que podría acometerse en términos tanto iusnaturalistas (frente al positivismo) como positivistas (frente al iusnaturalismo) como, incluso, sincréticas de ambos.