Los procesos migratorios actuales obedecen a motivos económicos: se trata de poblaciones desplazadas por la miseria y/o la violencia. Pero una buena parte posee unos valores extremadamente diferentes de los de la sociedad de acogida y no acuden ya con las ansias de integración que presidieron, por ejemplo, la emigración a los EEUU durante los últimos decenios del XIX y comienzos del XX.
Además, si el auténtico problema que se plantea a la convivencia es el de la diferencia de culturas, la integración no se conseguirá extendiendo la ciudadanía a todos los residentes: ello puede asegurar un tratamiento justo de la diferencia, puede favorecer la integración, pero no la garantiza.
Se trata más bien de dar un marco flexible y adecuado para el hecho de la coexistencia de grupos culturalmente muy diversos en el ámbito de sociedades democráticas.
Pero no puede contestarse a esto que una democracia es capaz de integrar cualesquiera valores, puesto que el mismo marco democrático excluye los valores antidemocráticos, lo que se oponen a la libertad o la igualdad ante la ley. Y los sistemas de creencias de algunos de esos grupos niegan frontalmente tal marco: la igualdad de sexos ante la ley, la aconfesionalidad o laicidad del Estado o, incluso, la misma democracia. ¿Cómo casar el respeto a la diversidad con la necesidad de la convivencia en un Estado democrático?