La ética se arraiga en el deseo de todo sujeto de una vida buena, en el sentido de una vida feliz. Una vida ética es entonces aquella regida por un fin natural, el bien. Pero aun cuando el fin último les es dado a los seres humanos por naturaleza, este fin le resulta al sujeto demasiado vago o genérico; de ahí que deba ir seleccionando, en la espontaneidad de sus actividades y a través de su libre albedrío, el bien real que, entre todas las cosas deseables, mejor le convenga a su naturaleza. Todas estas actividades tratan de dar a la exigencia natural de vida buena o felicidad una realidad, una materialidad, en la medida en que ese deseo genérico de bien o de vida buena se concreta en cada uno de estos fines propios que consideramos los más adecuados para nosotros.
En este sentido, la relación entre la ética y el derecho resulta perfectamente clara: pues si la justicia es la disposición o adquisición de aquella práctica cuyo fin particular es lo justo, fin orientado a su vez por ese deseo general de vida buena, de bien o de felicidad, al que da concreción en el ámbito institucional, la justicia se entenderá como una de las virtudes, al realizar este fin último del bien o vida buena en el ámbito más amplio de todos: las instituciones. La justicia es, pues, la realización de la vida buena en el ámbito institucional. Por otra parte, como el bien de la justicia, al igual que el de toda virtud, es un fin o realidad particular a realizar que está más allá del sujeto, no es susceptible de reducirse a un simple catálogo genérico de deberes o de obligaciones, como veremos que sí hace la moral. Aquí percibimos otra diferencia que establece una simetría entre ética y moral: cuando hablamos de la ética, es la cosa a hacer, lo real o bien particular lo que sirve de medida a la idea; cuando nos referimos a la moral, como vamos a ver a continuación, es, por el contrario, la idea a priori lo que sirve de medida de la cosa.