El discurso moral sigue siendo un discurso sobre las costumbres, sobre los modos de comportamiento, pero en un sentido muy distinto al ético. Ya no se trata tanto del discurso sobre las prácticas, actividades y fines particulares que permiten ejercer en cada acto concreto el fin natural último, sino de un discurso acerca de los deberes; la moral, más que del fin de los actos, se ocupa de la forma en la que se expresan los deberes a los que debe ajustarse el sujeto.
¿Por qué ocurre esto? Porque la moral es un producto nacido de la teología del final de la Edad Media: un momento histórico en que se produjo una escisión entre lo natural y la razón humana, una imposibilidad de encontrar orden natural alguno en las cosas, lo cual hizo a su vez imposible hablar de una relación natural de la voluntad del sujeto a cualquier tipo de felicidad, de bien, de vida buena ni, por tanto, de cualquier tipo de orden natural de los actos, de las tendencias y deseos; en suma, que acabó con toda posibilidad de establecer una ética arraigada en la naturaleza.
Con el curso de los siglos, eliminado Dios como causa última, el sujeto quedó librado a una absoluta indiferencia acerca del bien, al escepticismo moral; pues ya no resultaba posible "salir fuera de sí" e intentar descubrir en el ejercicio espontáneo de sus actos, en el uso de su libre albedrío, el bien real que entre las diversas cosas deseables conviniera mejor a sus exigencias naturales. Por el contrario, el sujeto moderno da la espalda a las cosas, ya no busca fuera de sí, en los diversos bienes que la vida le ofrece, el que mejor se ajuste a su tendencia natural; a partir de ahora, trata de encontrar dentro de sí mismo, en su propia autoconciencia y desde ella, las reglas que establezcan lo bueno o lo malo de su conducta. Se constituye a sí mismo en sujeto legislador de lo bueno y de lo malo, ajustando su comportamiento a una serie de formulaciones que él mismo establece y que expresan deberes y obligaciones al margen de lo real concreto. Esta tradición de pensamiento moral, deontológico es la que asume Kant y la que alienta a Rawls y Habermas. Una tradición acorde con la génesis del pensamiento liberal, individualista.
El discurso moral se expresa así bajo la forma de una normatividad abstracta y a priori perfectamente representada en el imperativo categórico: el deber que éste instaura excluye prácticamente cualquier referencia a la diversidad real o material de los bienes en juego y se limita a establecer un procedimiento para que la conducta del sujeto, cometida a esa ley universal, sea universalmente correcta. La misma obligatoriedad del derecho deriva, según Kant, precisamente de ahí: de que, aunque no pueda inscribirse en la moral, que es un ámbito diferente, el derecho nace de la necesidad de cohonestar a los sujetos morales bajo reglas que permitirían su coexistencia. Aparecen así todas las distinciones entre el ámbito moral y el jurídico según la concepción moderna de ambos, de matriz kantiana:
- así, en primer lugar, se dice que el derecho no funda más que una obediencia exterior, una simple conformidad a la ley; la moral, por el contrario, implica un proceso de interiorización de la norma que va más allá de la simple conformidad en aras de un verdadero respeto, una plena aceptación libre de ésta;
- también se dice que la legalidad jurídica admite una simple formulación exterior, mientras que la moral opone a ésta la necesidad de una autonomía personal en el sentido de una legislación que una libertad se da a sí misma;
- por último, que el derecho asume un principio de orden positivo, empírico para regular la pluralidad humana, mientras que la moral adopta la forma de un respeto mutuo que se expresa en la segunda formulación del imperativo kantiano, que ordena tratar a la humanidad, tanto en nuestra persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un medio.
A pesar de estas distinciones entre la moral y el derecho moderno, ambas obedecen a la misma estructura de pensamiento: aquella que, surgida de la concepción teológica bajomedieval, rechaza, frente a la concepción aristotélica del derecho, toda finalidad en la acción, toda teleología, toda eticidad, toda referencia a la vida buena, al contenido y diversidad de los bienes reales en juego, al ejercicio espontáneo de los actos, sustituyéndolos por un catálogo axiomático de obligaciones y deberes que opera de manera apriorística, sin consideración alguna a lo real concreto.