La realidad nacional había cambiado poco. Ni la Revolución de 1868, ni la monarquía de Amadeo, ni la República de 1873 habían mudado en lo sustancial la estructura socioeconómica de la vieja España isabelina.
Se necesitará un artífice que deseche fórmulas agotadas de convivencia política y otras nuevas de cara al futuro. Esa persona será Canovas del Castillo, quien será consciente de tres cosas fundamentales: la Restauración no es posible en la personalidad de Isabel II y hay que buscarla en su hijo Alfonso; el mosaico político debe ser reducido a un bipartidismo estable; el poder civil debe primar y en consecuencia, hay que apartar al ejército de los pronunciamientos.
La monarquía de Sagunto tuvo propiamente dos etapas. Una primera hasta 1898, en la que se inscribe el reinado de Alfonso XII, muerto en 1885, que es el gran período de la Restauración; y otra segunda, ya en el siglo XX de signo revisionista y débil. En la inicial, Canovas consigue nada más y nada menos que la neutralidad del Estado. Él, al frente de la derecha moderada, y Sagasta, al frente de la izquierda liberal, se alzan como las grandes figuras garantes del pluralismo y la estabilidad.
Vencidos los carlitas en una última guerra, una ley de 1876 extinguió definitivamente los fueros vascongados, logrando la unificación general del derecho público en España, con una única excepción de los particularismos que desde 1841 mantenía Navarra. Los antiguos organismos forales fueron sustituidos por diputaciones provinciales, que firmaron con el poder central los primeros conciertos económicos.
Al morir Alfonso XII, Canovas aconsejó a la regente María Cristina en el llamado Pacto del Pardo, que para fortalecer a la monarquía llamara a los liberales al poder. Su gran contrapartida fue el desastre colonial. España perdió lo último que le quedaba del imperio: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Fue aquello un desastre económico pero fue sobre todo un profundo desastre moral.