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El contrato como vehículo jurídico al servicio de la circulación de bienes y servicios es uno de los instrumentos más significativos y más antiguos del tráfico económico.

La función del contrato es la misma en el tráfico civil y en el mercantil; no es extraño por ello que las normas reguladoras del contrato como fuente de las obligaciones hayan de buscarse en el Código Civil, tal como dispone el art. 50 CCom.

En nuestro ordenamiento en el que no se ha procedido a la unificación del Derecho de obligaciones y contratos, la mayoría de los contratos regulados en el Código de Comercio lo están también en el Código Civil. Por eso es necesario hacer la distinción entre contratos civiles y mercantiles.

En el plano positivo esta cuestión no resulta fácil de afrontar cuando se parte de una concepción objetiva del Derecho mercantil (Derecho de los actos de comercio sean o no comerciantes quienes los realizan) y no es posible llegar a una noción positiva unitaria del acto de comercio.

Hemos de recordar que a pesar de la declaración formal recogida por el Código acerca de la tendencia hacia la objetivación del Derecho mercantil, el mismo Código no ha podido sustraerse a la realidad práctica de un Derecho mercantil concebido como un Derecho del comerciante que ejerce su actividad profesional y organizada en torno a la creación de un mercado de bienes y servicios. El propio articulado del Código al establecer, en buen número contratos mercantiles, la participación de un comerciante como requisito necesario para que puedan ser calificados como tales actos mercantiles, está traicionando la concepción objetiva en que ha pretendido inspirarse.

Parece claro, por tanto, que el contrato mercantil ha de concebirse como acto profesional del empresario, y partiendo de esta idea se ponen de relieve dos aspectos importantes:

En primer lugar que sin quebrantar el propio articulado del Código de Comercio, ateniéndonos a las transformaciones que se han operado en la vida económica, no es preciso reconducir el contrato al ámbito exclusivo del comercio y del comerciante, sino que ha de ser integrado en el ejercicio profesional de una actividad económica (comercio, industria, servicios).

Y en segundo lugar, que el contrato mercantil como expresión genuina del tráfico de mercado es una de las instituciones más permeables a las nuevas ideas y a los cambios del sistema económico. Estos cambios no sólo han determinado la aparición de nuevas figuras jurídicas que exigen un tratamiento específico, sino que han afectado a la propia estructura del contrato, al clásico principio de la autonomía de la voluntad de las partes y al propio principio de libertad de forma, generándose un conjunto de normas imperativas cuya finalidad no es otra que la de proteger a la parte con posición más débil en el contrato. En este sentido puede afirmarse, por referencia a nuestro Derecho, que junto al conjunto de normas generales propias de los contratos y de las obligaciones mercantiles, todavía ancladas en el viejo Código de Comercio, se presentan nuevos problemas y nuevas normas. Ése es el caso, por ejemplo, de algunas de las disposiciones sobre la protección de los consumidores y usuarios que establecidas en distintas leyes, han sido incorporadas a la LCU y otras leyes complementarias; algunas de las disposiciones recogidas en la LOCM, o en fin, la disciplina general de la LCGC.

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