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Durante los siglos XVIII y XIX existía en España una cierta diversidad de regulaciones civiles, pues Aragón, Navarra, Mallorca y las Provincias Vascongadas mantenían reglas propias en materia civil (sobre todo en lo referido a la familia y a la herencia).

Dicha falta de uniformidad legislativa era antagónica con las ideas motrices de la codificación en sentido moderno. Los prohombres del mundo del Derecho de los territorios forales representaban un conservadurismo regionalista o localista, en cuya virtud la “forma histórica” concreta de cualquier institución foral era contemplada como intocable. El renacimiento decimonónico de los derechos forales es una “apuesta política” contraria a los designios modernizadores e igualitarios de la Revolución burguesa.

El llamado proyecto isabelino pretendió hacer tabla rasa de los derechos forales y, en consecuencia, exacerbaron de forma justificada los ánimos de los juristas foralistas; quienes, con toda razón, se enfrentaron al Proyecto de forma numantina.

A finales del siglo XIX, cuando el Código Civil español recibe su impulso final y definitivo, las posturas fueron demasiado encontradas entre los foralistas y los centralistas.

El dato histórico indiscutible es que dicha transacción no fue posible y que, por consiguiente, la tensión existente entre las diferentes regulaciones civiles en nuestra Nación quedó irresuelta.

Nace así la denominada cuestión foral, expresión de valor entendido con la que se pretende indicar que, una vez aprobado el Código Civil, éste se aplica a la mayor parte del territorio nacional, mientras que en los territorios forales (Aragón, Navarra, Mallorca, las Provincias Vascongadas y Galicia) rigen disposiciones de naturaleza civil propias, pero de muy diferente alcance, extensión y significado.

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