Para lograr el normal funcionamiento de cualquier vida social, es imprescindible que exista un cierto nivel básico de unidad de acción, de cooperación y de integración. Ahora bien, parece inevitable que la vida colectiva cuente con unos cauces regularizados de actuación. De tal modo, que ni siquiera es imaginable una convivencia permanente sin un orden social que delimite diversos ámbitos de actividad de cada individuo.
La experiencia histórica demuestra que toda agrupación de personas tiende a segregar formas estables de convivencia, puesto que los grupos sólo pueden salvar el caos y la disolución si disponen de un sistema social mínimamente codificado. Por otra parte, esa ordenación colectiva se ve sostenida y apoyada, en primer lugar, por una presión que el grupo ejerce sobre cada uno de sus miembros para que la respete y la cumpla. Y en segundo lugar, por la acción de uno órganos que garantizan que las relaciones sociales se desarrollen dentro de los límites del orden establecido.
La existencia de unas reglas de actuación es lo que garantiza a los miembros del grupo la calculabilidad del modo en que se va a desarrollar la interacción social, quedando así confirmada esa "seguridad" de la propia vida que es la meta a la que aspiran los individuos dentro de la trama social.
Así, las normas sociales de conducta son una consecuencia natural de esta vida y un instrumento imprescindible para su consolidación y desarrollo.