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La insuficiencia del Estado nacional como marco de la política, su dimensión excesiva para la rápida y eficaz solución de ciertos problemas es una de las razones de las experiencias descentralizadoras y regionalizadoras del siglo XX. Su pequeñez y debilidad para afrontar otras cuestiones (defensa, mercado), ha motivado su superación en organizaciones supranacionales. De estas dos tendencias, es más fuerte la segunda, que debilita la primera.

Además de las exigencias del Estado social, también juegan a favor del fortalecimiento de los poderes centrales el crecimiento de un sentimiento nacional, que gana terreno a la reivindicación de la diversidad, como sucede en Estados Unidos de América y en Alemania. En cambio, este último no se da en Estado como España, que experimentan en su seno fuertes nacionalismos de signo inverso, reivindicativos de los hechos diferenciales de las respectivas Comunidades Autónomas.

Por otra parte, la integración de Estados federales y regionales en una organización supranacional comporta uniformidad entre los diversos Estados integrados y en el seno de cada uno de ellos. El ejemplo nítido es el de la Unión Europea, cuyo ordenamiento jurídico es aplicable en cada Estado integrado en ella.

La interdependencia económica, militar y tecnológica del mundo actual ha motivado un crecimiento del peso específico del poder central y un consiguiente debilitamiento de las regiones y entes federados.

Por su parte, el Estado social también tiende a la uniformidad y a la centralización, porque responde de esa manera a acuciantes demandas sociales.

Es así porque la sociedad presiona en todos los ámbitos estatales para obtener servicios, pero el poder financiero reside principalmente en los órganos centrales, los cuáles, o prestan el servicio si son competentes para ello, o ayudan financieramente a los poderes locales para que lo atiendan. Dicho muy rotundamente, el principio de igualdad, propio del Estado social, puede alterar el de autonomía, propio del Estado compuesto, o al menos, condicionarlo y limitarlo en algún grado.

En conclusión, como pone de relieve G. Anderson, en los últimos años está proliferando el federalismo como resultado de la confluencia de factores geopolíticos, democráticos y funcionales. Pero esto no significa que vaya a ser la panacea para Estados con problemas de cohesión territorial.

En concreto, por lo que se refiere a España, la existencia de nacionalismos que reivindican su constitución en Estados independientes tiene difícil hallar una solución que contente a todos. Como dice Aragón, ni la Constitución puede convertir a los nacionalistas en no nacionalistas ni el nacionalismo va a renunciar a su aspiración segregacionista. A lo más que se puede aspirar, conforme a la temprana visión artefuiana, es a una convivencia civilizada en la que ambas partes se conlleven.

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