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La desindividualización sufrida por el contrato, es paralela a la producción en masa, que permite a los suministradores de bienes y servicios “dictar” sus propias condiciones contractuales. Su economía sitúa al consumidor, en el mejor de los casos, en una posición sometida que se limita a contratar o dejar de contratar.

Ante ello, los Ordenamientos jurídicos se han visto obligados a reaccionar, ya sea mediante la renovación del Código Civil, bien mediante la promulgación de leyes especiales, bien regulando las condiciones generales de la contratación, bien mediante la legislación general de protección del consumidor, o bien a través de ambas vías, como sucede en España, desde la aprobación de la LCGC.

Al tiempo, la legislación administrativa ha impuesto una serie innumerable de controles y requisitos a determinados suministradores de bienes y servicios; conformando así una serie de supuestos contractuales que constituyen el envés de la formulación de los Códigos Civiles del siglo XIX.

Como regla general, tales supuestos contractuales son enfocados por las disposiciones legislativas aludidas y la jurisprudencia, como casos en los que la posición del contratante fuerte, debe ser reconducida a sus justos términos. Se mitiga su posición dominante y se atiende a velar por los intereses de los económicamente débiles.

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