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Al socaire de los nuevos caminos abiertos por la hermenéutica filosófica a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, han surgido desarrollos similares a los de su lógica, que comparten con ella el rechazo al reduccionismo positivista. Dentro de este vasto panorama, nos centramos ahora en dos de gran importancia: la tópica y retórica jurídicas, y la teoría de la argumentación jurídica. Todas ellas ponen en ejercicio de diversa manera el planteamiento hermenéutico y lo desarrollan. Podríamos decir que el discurso hermenéutico, que es la matriz, se aplica o ejercita bajo las formas de la tópica y la retórica.

3.1. La tópica y la retórica jurídicas

La tópica y la retórica jurídicas tienen una gran tradición en la cultura jurídica occidental. En su formulación general, es Aristóteles quien expuso sus bases conceptuales. Para el Estagirita, un tópico es una proposición aseverativa, expresada en términos tanto positivos como negativos, en tanto y sólo en tanto es aceptada por aquel a quien va dirigida. Así pues, el uso del tópico pretende persuadir, convencer o refutar a su destinatario, de manera que sólo tiene sentido en una situación dialógica; en consecuencia, la tópica no es propiamente una ciencia o una metodología, dada su naturaleza relacional, su invocación al diálogo, al acuerdo o consenso, todo ello ajeno a la metodología positivista.

La retórica sería, así, el ejercicio concreto de los diversos tópicos en el razonamiento para provocar determinados efectos en un auditorio. Pero como cada tópico constituye un lugar propio de expresión, en el ámbito judicial se ejerce conforme a la retórica forense, que se basa en la persuasión del juez a través de medios probatorios; en la asamblea conforme a la retórica política, tendente a la persuasión, pero sin finalidad probatoria; en los discursos de homenaje conforme al panegírico, cuyo fin es la alabanza.

Desde su formulación canónica en la obra aristotélica, la tópica y la retórica jurídicas fueron desarrolladas por multitud de autores; en lo que nos interesa, ahondaron en esta perspectiva, ya durante la década de los cincuenta del pasado siglo, Viehweg y Perelman. El resurgimiento de estas tendencias se debió a la irresistible imposición del principio democrático pluralista tras la segunda guerra mundial, el cual puso en crisis la exigencia del mero principio de mayorías (no en vano el nazismo había llegado al poder tras una victoria electoral) y planteó la exigencia del diálogo, el acuerdo, el consenso como criterio de legitimación de los actos de formación y aplicación del derecho. Se restableció así la retórica como arte de persuasión; pero no, como sugiere la visión vulgar del término, entendida como conjunto de técnicas manipuladoras o de argumentos eficaces para cautivar al destinatario o auditorio, sino como un procedimiento comunicativo de argumentos críticamente validados, manifestando así la naturaleza esencialmente retórica del discurso jurídico, que se expresa por razonamientos, e intentando poner de manifiesto que el derecho escapa a los procedimientos y conclusiones indubitables de la lógica formal.

Evidentemente, estas perspectivas desvirtúan por completo los principios metodológicos propios del positivismo, ya que afirman sin ambages que no cabe aplicar al derecho los métodos lógicos de las clásicas ciencias matemáticas y naturales. Así pues, el derecho no ha de ser estudiado desde una perspectiva científica (lógico-formal) sino retórica, dada su naturaleza relacional, dialógica y consensual y, por tanto, alcanzable sólo mediante técnicas de argumentación.

3.2. La teoría de la argumentación jurídica

La crisis del positivismo se manifiesta también en el extraordinario desarrollo que, durante la segunda mitad del siglo XX, ha experimentado la teoría de la argumentación jurídica. Según esta tendencia, es en el proceso de decisión jurídica donde debemos situarnos para entender lo jurídico, ya que es ahí donde se manifiesta más claramente la necesidad de fundamentación racional que tradicionalmente ha acompañado a lo jurídico (y que, durante el positivismo, se situaba en la ley, de la cual el juez habría de ser poco más que un simple reproductor, un aplicador mecánico).

Ello ha derivado a enfocar la actividad jurisdiccional, el lugar por antonomasia de la decisión jurídica, desde un procedimiento racional de argumentación, que es el que sustenta la decisión. Esto no implica el rechazo de la vinculación del juez a la norma y a la jurisprudencia, tan resaltada por el positivismo, sino la necesidad de que la racionalidad de la decisión judicial se sustente en un consenso argumentativo, es decir, en un acuerdo sobre la base de la argumentación mejor fundada. En este sentido, debe entenderse la praxis jurídica como un proceso de creación pero sin llegar a ser por ello una libre creación discrecional. Su trasfondo no es la libre voluntad del juez, sino la necesidad de admitir, junto con las normas jurídicas que integran el ordenamiento, la concurrencia de principios morales y políticos que forman parte del trasfondo normativo del orden jurídico concreto de una comunidad, si se desea entender plenamente el sentido del proceso jurisdiccional. Lo cual significa concebir éste como una actividad no meramente técnica o mecánica, sino pragmática, esto es, dialógica, consensual, contribuyendo así a determinar qué sea, en cada caso concreto, derecho. En este sentido, las más señaladas concepciones son las de Ronald Dworkin y Robert Alexy.

Resumiendo, de esta manera la introducción de la idea de racionalidad práctica en el ámbito jurídico, desvirtúa la metodología positivista, pero lo hace sin reclamar a la vez un nuevo retorno al derecho natural, puesto que no se puede calificar de iusnaturalista a esta orientación por el mero hecho de acoger en su seno principios morales o políticos. La necesaria referencia al derecho positivo deja de ser así estrictamente positivista, al plantearse ineludibles cuestiones de tipo ético que sobrepasan el marco de la concepción monista del derecho.

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