El sistema competitivo se caracteriza, pues, por su extraordinaria dinamicidad. El empresario tiene que ocuparse continuamente por mantener la competitividad de sus empresas, para no perder la clientela. Tiene que preocuparse de los progresos tecnológicos que van apareciendo, de las actuaciones de sus competidores, de los gustos y demandas de la clientela, de abaratar sus costos, de la distribución, de la publicidad y promoción de sus productos o servicios, etc. Y el riesgo si no mantiene esa dinámica continua es el de tener pérdidas e incluso desaparecer del mercado.
No es, pues, de extrañar que a menudo los empresarios traten de reducir los esfuerzos y los riesgos que para ellos dignifica el sistema competitivo, poniéndose de acuerdo para reducir o para eliminar la competencia entre ellos.
Es obvio que tales prácticas impiden que el sistema de economía de mercado funcione e impide, por tanto, que cumpla sus objetivos de eficiencia económica. Esas prácticas benefician a las empresas, pero en perjuicio del conjunto de la sociedad y especialmente de los consumidores. Esa es la razón por la que están prohibidas mediante la legislación protectora de la libre competencia, frecuentemente denominada por su origen americano como legislación antitrust.
El liberalismo decimonónico resultante de la Revolución francesa consagró el derecho a participar en el mercado y a competir. Esa era en aquellos momentos la gran conquista histórica, el reconocimiento de la libertad de la industria y el comercio, el reconocimiento de que cualquiera podía ejercerlos y constituirse en empresario, sin necesidad de estar sometido a la pertenencia y al control de los gremios. Se consagró el derecho a competir.
Así pues, cualquiera tiene derecho a participar en el mercado, produciendo bienes o servicios. Ahora bien, quienes ejercen ese derecho y operan en el mercado están obligados a competir; les está prohibiendo restringir o limitar la competencia con otros competidores.
Este cambio fundamental hacia un liberalismo avanzado se inició en los Estados Unidos de América con la Sherman Act de 1891, pero no se implantó en Europa hasta después de la II Guerra Mundial, precisamente por influencia norteamericana. Es en la República Federal Alemana, fuertemente influida entonces por los Estados Unidos de América, donde se promulga, en el año 1957 la ley contra las restricciones de la competencia, que influiría sustancialmente en los arts. 85 a 90 TCCE por el que se creó la Comunidad Económica Europea en 1957, artículos que siguen vigentes.
Esos preceptos, así como los Reglamentos que los desarrollan, son los que han inspirado la legislación española protectora de la libre competencia que en la actualidad está constituida por la LDC.
La coexistencia de la protección de intereses públicos e intereses privados se comprueba, por ejemplo, en la STS 487/2014, donde se pone de manifiesto que junto a la cuestión de orden público económico, resuelta por la sentencia de la Sala de lo contencioso-administrativo del Tribunal Supremo, es posible ejercitar la acción civil para reclamar la indemnización de los daños causados por las prácticas restrictivas realizadas por la demandada.